Una servidora está acercándose muy peligrosamente a esa edad redonda que parece una especie de ecuador existencial: los “sin-cuenta”, como dice un amigo… o el “dar la vuelta al jamón” que dice otro. En estas circunstancias brota de manera natural empezar a hacer balance agradecido de lo vivido, despedirse de todo aquello que el realismo y los años se han encargado de calificar como “causas imposibles” y aferrarse a los aprendizajes y a la sabiduría que ha ido regalando la vida y, sobre todo, Dios en ella. Lo bueno es que siempre hay cerca quienes nos preceden en los años y que, además de ofrecernos la inconfesable satisfacción de recordarnos que siempre seremos un poco más jóvenes que ellos, nos dan la excusa y la oportunidad para darle vueltas, en la cabeza y en el corazón, a este tema. Es, al menos, lo que se me ha regalado hace unos días.
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Jn 10,10
La “excusa” para darle vueltas a esta cuestión fue la celebración de las bodas de plata de ordenación sacerdotal de un amigo que, además, viví junto a otro que está estrenando los cincuenta y también se encuentra a las puertas de celebrar veinticinco años de ordenación. Como es de imaginar, el contexto, la situación y la compañía dieron para recordarnos mutuamente que para atrás no volveríamos ni para coger carrerilla, que los límites descubiertos en estos años son más una oportunidad que una merma de posibilidades, que hemos aprendido a querernos y acogernos en nuestra verdad más verdadera y que el poso que queda es, sobre todo, el de un corazón agradecido. Así, con esta mirada a los años vividos, brota seguir sabiéndose un aprendiz del único Maestro, siempre asombrado por cómo su Presencia se cuela en lo pequeño y cotidiano, con discreción y sin ruido, pero siempre generando vida, y vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
Está claro que hay muchos modos de mirar la propia historia, en especial cuando se empieza a tomar conciencia de que el camino que queda por delante es menor de aquel que ya hemos recorrido. Eso sí, en creyente ese releer lo vivido tiene un “regusto” distinto. Así sucede cuando el salmista repasa la historia del pueblo y no puede evitar intercalar machaconamente la convicción de que todo sucede “porque es eterno su amor” (cf. Sal 136). No importa si se ha cruzado o no la barrera de los cincuenta o si celebramos o no aniversarios que nos coloquen en tal tesitura, lo relevante es el regalo de poder mantener ante la existencia esa sorpresa agradecida, esa admiración en medio de la rutina que nos sigue invitando a mantenernos como aprendices, siempre inexpertos, en el arte de amar más, mejor y a más gente.