Hace unos días, abrimos la hucha de mi hijo para ver cuánto dinero había ahorrado en su interior, con el fin de adquirir un juguete que le hacía ilusión tener. Yo propuse romperla con un martillo; pero él, 35 años más joven que yo, prefirió retirar la tapa inferior para que pudiera ser reutilizada con posterioridad. Si eso no es darme lecciones, difícilmente entenderé qué podría serlo.
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Menuda lección
Su hucha cumple un propósito muy claro: facilitar el aprendizaje de que los bienes no caen del cielo. Cuesta de asumir, porque su pensamiento mágico le permite creer que todo se puede arreglar, sustituir o adquirir.
El caso es que estos tiempos de Covid-19 impiden hacerle partícipe del intercambio de bienes propio de cualquier transacción económica del modo que antes teníamos naturalizado. Como propuesta le planteé: “Vamos a hacer una cosa, compramos el juguete por internet y luego metemos tu dinero en mi banco. ¿Te parece bien?”. Teniendo su confirmación, nos pusimos manos a la obra. Elegimos una empresa de nuestra zona y él añadió los productos a la cesta de la compra bajo supervisión. Después, salimos a la calle por un breve lapso de tiempo a realizar el ingreso desde el cajero automático.
El caso es que, de camino al cajero, recibí otra lección.
Íbamos agarrados de la mano, hablando de nuestras cosas, cuando en un momento dado dice: “Cuando sea mayor, voy a jugar mucho con mis hijos. Con los mil”. “Ah, muy bien, hijo, eso es estupendo”, respondí yo.
“Voy a jugar con ellos más de lo que tú juegas conmigo”.
Me dejó fulminado.
En un instante, a gran velocidad, mi cerebro comenzó a repasar acontecimientos, encuentros e interacciones para evaluar mi implicación como padre y el tiempo que le dedico a mi hijo durante la crianza.
¿Por qué dice lo que dice? ¿Estoy haciendo algo “mal”? ¿Qué se me escapa? ¿Cuánto jugamos juntos? ¿Es objetivamente poco?…
Si desde tu casa no escuchabas el sonido de mis pensamientos es que, quizás, había otros ruidos más fuertes a tu alrededor.
Cuidando, que es gerundio
Evidentemente, un razonamiento sosegado me lleva a la conclusión de que le estoy dedicando todo el tiempo que me es posible y, desde ciertos puntos de vista, mucho más del mínimamente necesario, si es que estos análisis son válidos en el ámbito familiar sin caer en el utilitarismo funcional o la procrastinación racionalizada.
Eso no quita que, desde su perspectiva, el tiempo compartido no satisfaga enteramente sus necesidades o aspiraciones personales, inocentemente egoístas en más de una ocasión.
Todo ello me llevó a darle vueltas a la cuestión del cuidado mutuo, tan extensamente desarrollado en la –hasta ahora– última encíclica del papa Francisco, ‘Fratelli Tutti’. El punto 114 se dirige “a las familias, llamadas a una misión educativa primaria e imprescindible. Ellas constituyen el primer lugar en el que se viven y se transmiten los valores del amor y de la fraternidad, de la convivencia y del compartir, de la atención y del cuidado del otro”.
Pero hay que ver lo complicado que es traducir esto último a vida cotidiana y hacerlo realidad compartida; no muy distinto a lo que implica vivir en comunidad desde la óptica de la vida religiosa.
¿Cuánto cuidado le debemos a la otra persona, en este caso a quien está al propio cargo durante su desarrollo? ¿Cómo se concreta dicho cuidado?
Ayer, de camino hacia el colegio, pude ver desde cierta distancia a un papá que -muy soliviantado- trataba de desintegrar un dispositivo móvil que, asumo, pertenecía al muchacho que caminaba detrás de él llevándose las manos a la boca y la cabeza; lo lanzaba contra el suelo con fuerza desmesurada, trataba de partirlo en dos usando su rodilla como punto de apoyo y repetía el ciclo. Quizás dicho comportamiento reflejaba una preocupación por cierta adicción tecnológica que estuviera desarrollando el muchacho de marras. ¿Pero es esto cuidar?
¿Lo es acaso sobreproteger en una burbuja paternalizada o maternalizada que impida sufrir –y con ello entender– todo daño recibido?
Y es que en esto de establecer el umbral de suficiencia para considerar apto el cuidado ofrecido a otras personas, la escala de medida es extremadamente variable. Sí, no es difícil asumir como propias las palabras de otras personas que nos invitan a dedicar nuestro tiempo a las demás, pero a la hora de interiorizar el mensaje y traducirlo a nuestro propio lenguaje interior… aaaamigo mío –que decía mi abuela–, ese es otro cantar.
Incluso tú, persona estupenda que está leyendo estas palabras, puedes caer en esa parcialidad que nos impone la comodidad interior y que nos hace decir “ya está bien de cuidar por hoy”. Cada libro que lees, cada canción que compones, cada palabra que escribes, es un tiempo que no le estás dedicando a otra persona.
O tal vez no.
Si lees para otros, compones para alguien más que para ti o escribes dirigiéndote a alguien en particular que necesita de tus palabras, ¿será eso un cuidado adecuado?
Le daré un par de pensamientos más durante esta cuaresma y a ver si cuando llegue la Pascua he jugado lo suficiente.