Uno de los aspectos más nucleares de la eucaristía, de la celebración del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es la acción de gracias (‘εὐχαριστήσας’) y la memoria (‘ἀνάμνησιν’). Dos capacidades propias de quien vive con suficiente integración personal, identidad formada y sana relación con su entorno. Alguien que no cree haber recibido nada bueno de nadie o que todo es fruto de su talento o esfuerzo personal, no agradece. Alguien que no acoge y valora quién es y cómo es, en continuo crecimiento y mejora, no agradece. Alguien que no puede afrontar su presente y futuro con una mínima esperanza, generando vínculos con otros, no agradece. De hecho, solo tenemos que repasar momentos de nuestra vida donde estábamos más perdidos, hundidos, aislados o enrocados en nuestro propio narcisismo: sin duda, éramos poco agradecidos.
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Pues bien, con la memoria ocurre algo semejante. Perder esta capacidad está siempre relacionada con una alteración neurológica o con un acontecimiento traumático o estresante que vivimos. Es en este último caso cuando se habla de amnesia disociativa y somos incapaces de recordar información personal importante. En esta situación, por mucho que alguien nos diga “haz memoria, recuerda”, se torna imposible. Necesitamos terapias que nos ayuden a afrontar las experiencias que desencadenaron el trastorno y, en algunos casos, apoyarlo con fármacos. No hablamos de demencia o Alzheimer, procesos degenerativos incurables. Recordemos que si el paciente es consciente de su pérdida de memoria, la enfermedad aún no domina su vida. Más bien estamos en otro estadio: rasgos depresivos, ansiedad, estrés… ¡Estamos a tiempo!
Por eso, al celebrar la fiesta del Corpus y la Eucaristía, miro a la Iglesia y pienso que estamos a tiempo de recuperar la acción de gracias como talante vital y ser memoria de Jesús como programa de vida y seguimiento. Y sí, claro: previamente hay que querer reunirse en torno a una mesa, compartir el alimento y la bebida, quebrarnos (‘ἔκλασεν’, en Lc 22 y en Mc 14, que es algo más doloroso que partirnos) y dejar que sean otros quienes nos repartan (en el texto griego está en pasiva) para ser memoria de Cristo.
Casualmente, hace pocos días Francisco pedía a los obispos italianos superar la amnesia para vivir la sinodalidad. Creo que es un ruego que nos podría hacer a todo bautizado. El mayor drama no es que nos impida avanzar hacia una Iglesia sinodal, horizonte irrenunciable en este momento, sino que nos impida ser cristianos. “Haced esto en memoria mía”. Si lo que hacemos se separa de Aquel de quien somos memoria, ambas realidades, por buenas que sean, se deterioran. Dicho de otro modo: ¡sois mi ‘anamnesis’, sois mi memoria! Y si perdemos esta capacidad nuclear, ¿quién somos?
En mi convicción de que la teología y la psicología van de la mano desde una perspectiva cristiana, podríamos aprender algunas cosas de esta llamada a “eucaristizar” la vida:
- Para ayudarnos a recuperar la memoria, necesitamos que alguien nos ayude a afrontar aquello que no hemos sido capaces de digerir y que nos ha generado un trauma (una disfunción) que nos resta capacidad humana, salud, alegría, esperanza. ¿Dónde hemos empezado a dejar de ser nosotros mismos?, ¿cuál es tu dolor, Iglesia, tu división interna, la causa de ser para tantos una sal sosa?
Un “defecto” sanable
La buena noticia es que nuestra amnesia (no ser memoria de Jesús) no es orgánica e irreversible porque este cuerpo que es la Iglesia es Cuerpo de Cristo, es Templo del Espíritu, es Pueblo de Dios. El “defecto” no es de fábrica. Es sanable. Nos va la vida en ello, pues si no somos “memoria Iesus”, seremos memoria de cualquier otra cosa. Pero es imposible ser tan asépticos que nuestro ser y estar en el mundo no despierte nada en quienes nos miran. Y cuanta más distancia dejemos que haya entre quien decimos ser y lo que de hecho hacemos presente vitalmente en la vida, más enfermos estaremos. Más débiles. Más daño haremos a otros sin quererlo.
- Solemos estar dispuestos a partirnos y repartirnos, con la mejor voluntad, pero pasamos por alto con frecuencia que la acción de gracias es previa. Sin agradecimiento y sin memoria, empeñarnos en la entrega puede traernos más soberbia que eucaristía.
La buena noticia es que dar gracias es tan poderosamente transformador que aunque en nuestra ceguera no encontremos motivos y pensemos que nadie está a nuestra altura (incluido Dios), el simple hecho de dar gracias ya es beneficioso para nuestro cerebro. Y a fuerza de repetir la acción de gracias, llegará un momento en que surgirá en nosotros como el respirar. Porque nos hace más humildes, sin la soberbia de creer que todo me lo he ganado yo; más felices y menos negativos, porque aprendemos a dar más peso a lo bueno que nos rodea y a no subestimar el mal; porque nos empujará a vivir en relación con los otros, no defendiéndonos de ellos.
Vivir en acción de gracias (eucaristía) es poner los ojos en otros, en Otro, y dejar de mirarnos el ombligo como si el mundo girara en torno a mis propias penas (que las tengo), injusticias, tristezas o vacíos. Podría ser un buen comienzo para recuperar algo de la cordura perdida que tan infelices nos hace en el fondo. Dar gracias para volver a ser memoria viviente de quien realmente nos da sentido como personas, como Iglesia. Y como aún tenemos suficiente salud para darnos cuenta de ello, afrontemos con humildad y verdad todo aquello que nos trauma, nos aleja y nos convierte inevitablemente en lo que no somos ni queremos ser. Como decían los Padres: “Tomad aquello que sois: Cuerpo de Cristo. Sed aquello que tomáis: Cuerpo de Cristo”.