En general les criticamos a los jóvenes, de vez en cuando, que no piden las cosas por favor, que no saben pedir perdón cuando se equivocan y que se les olvida dar gracias con normalidad. Digo en general porque, como la adolescencia se extiende, ya es cosa de adultos. Y parto, en general también, de que en la Iglesia deberíamos cultivar más la bendición y la acción de gracias sincera a tantas y tantas personas que, según sus carismas y dones, mejoran con su justicia el mundo.
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Visto por uno de sus lados, el agradecimiento es una de las expresiones más bellas y elevadas de la humanidad que somos. Por otro, diría que refleja al mismo tiempo, leído en cristiano, lo más divino. Tan pronto expresan un vínculo y una alianza en la que nos encontramos en deuda, como igualmente se sitúan en el plano de lo gratuito, de lo desinteresado, de la generosidad y del exceso. La inversión cristiana de la gratitud, para quien no lo haya pensado, es que no se queda del lado de quien recibe, sino de quien sirve y se ofrece. Es Dios quien “hace” la acción de gracias al darse sin esperar nada a cambio. Y es la persona que participa de su don quien celebra la acción de gracias. Insisto y repito: la celebra, al darse cuenta de que es así, graciosa y donación. Y lo hace, como no puede ser de otro modo, no en la mera soledad de su corazón, sino en compañía de otros, ya hermanos; esto es, en la Iglesia.
Lo mucho recibido
Estos días ha terminado sus andaduras formales en la universidad uno de los grandes profesores que hemos tenido una generación entera de estudiantes cristianos y no cristianos. He encontrado, hasta algún rincón perdido de África, en un cruce casual de caminos en mitad de la selva, alguien con uno de sus libros en las manos. Vaya por delante mi gratitud, como también he dicho en ocasiones que había que celebrarla de tantos otros maestros y maestras de nuestro tiempo, cuyo servicio humilde a la Iglesia ha creado vínculos de fraternidad, ha impulsado vidas y proyectos, ha despertado y despabilado deseos, aunque ninguno estemos jamás a la altura de lo que hemos recibido.
No nombro a nadie, porque son muchos. Y me gustaría celebrar esta riqueza con todos ellos. Muy por encima de los libros y artículos, de las clases y seminarios, están sus diálogos, sus aperturas, sus apuntes, sus notas, su acogida, su comprensión y su inquietud permanente por estar al día. Un buen maestro, que no quiere ser realmente copiado e imitado por nadie, es quien con su vida señala más allá de sí mismo. En clase, vuelvo donde comencé, con cierto humor, de vez en cuando levanto la mano y señalo el sol o la luna. Repito entonces un famoso refrán de nuestra tierra para que aprendan todos a no quedarse mirando el dedo.
Junto a mi gratitud por los maestros que hay, que son muchos y habitualmente comprometidos con su vocación y carisma, insistiría en ser capaces de dar gracias a todos los demás ministerios y carismas que enriquecen la Iglesia.