No sé si a quienes me leéis os sucede lo mismo que a mí, pero yo disfruto muchísimo de ciertos dones que los demás tienen y de los que yo carezco. Esto me sucede especialmente con esos amigos míos que tienen arte a la hora de dibujar, pintar o de expresarse de modos distintos o con quienes tienen una especial sensibilidad que yo no tengo. Esto es lo que experimenté de forma especial durante el Triduo Santo. Mi amigo Víctor Herrero, que es un artesano de las palabras, saboreador de lenguas y un poeta irredento, fue el responsable del Sermón de las Siete Palabras en Valladolid. Decir grandes verdades y decirlo de modo bello es un lujo que nos regaló Víctor y que permanece al alcance de cualquiera que quiera asomarse a esta prédica.
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Humanos y heridos
Me encantó la manera en que él, al hablar del “todo se ha cumplido” del Señor en la Cruz, dibujó a la persona humana como, fundamentalmente, un ser herido. Planteaba que es en las heridas donde reside la esencia de la condición humana, pues esta revela la capacidad que albergamos de que todo cuanto existe imprima una marca en nosotros, de modo especial el amor y el dolor ajeno. Como consecuencia, la herida se convierte también en el órgano privilegiado para percibir a Dios.
Vivir con hondura, dejarnos tocar por la realidad y por los demás nos va dejando marcas en la existencia. De ahí que, inconscientemente, busquemos con frecuencia protegernos de estas heridas y no hagamos con armaduras, defensas y distancias que impiden que nos alcance ni el amor ni el dolor, ambas caras de una misma moneda. En cambio, lo que hemos celebrado estos días es cómo Jesucristo se dejó afectar, tocar, dañar, golpear y hasta ajusticiar por amor. Sus heridas nos curan porque, entre otras cosas, nos recuerdan que la vida que merece ser vivida nos magulla por dentro. De ahí que no sea de extrañar que el Resucitado se empeñe en hacerse reconocer por sus amigos gracias a las cicatrices de la Cruz (Jn 20,20).
Nos recordaba otro poeta, Louise Madeira, que la cicatriz esconde un mensaje ambivalente, pues indica que en ese lugar dolió, pero también que es ahí donde sanó. Quizá la Pascua sea también una invitación a portar, como señera valiente, esas “marcas de Jesús” (cf. Gal 6,17). Vivir la Pascua quizá no es otra cosa que renovar la decisión de entrar en la existencia sin defensa, dejándose magullar por el amor y el dolor, pues ahí estará el Resucitado mostrándonos la salvación que brota de las heridas.