La guerra siempre ha sido destino habitual de la humanidad. Durante casi toda la historia, los seres humanos hemos estado heridos por el conflicto violento, por la imposición de “nosotros” sobre “ellos” — o viceversa, según el lado que nos toque. Hasta los niños, los más inocentes de nuestra especie, a ratos resuelven sus disputas infantiles con un golpecito no tan inofensivo.
- PODCAST: Actualizando la asignatura de Religión
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Para la generación de hoy, nacida en la época más pacífica de la historia occidental, este hecho evidente nos resulta difícil de digerir. Creemos que la paz es como la lluvia: que cae del cielo. Que lo más normal del mundo es superar un conflicto conversando, mediando, acudiendo a un tribunal que decide con razones en vez de puños, o denunciando un abuso en las redes sociales. Si por “normal” entendemos lo que según la “norma” debería ser, entonces por supuesto la paz debería ser lo normal. Pero si por “normal” entendemos lo habitual, lo que efectivamente suele ocurrir, entonces caemos en un error terrible, pues desde que Caín mató a Abel, el hábito más incorregible del ser humano es la violencia.
Superar la guerra exige esfuerzo
No enfatizo esta realidad histórica para cruzarnos de brazos ante lo aparentemente inevitable, sino para entender que, si la guerra es la tragedia ordinaria de la experiencia humana, entonces la paz nunca llegará por arte de magia. Porque, para empezar, la paz no llega: la paz se construye. Desde que el ser humano está inclinado a la violencia —a partir del pecado original, como creemos los cristianos—, instaurar la paz exige inteligencia, acción y compromiso. Pensar que los positivos “llamados a la paz” son suficientes para acabar las guerras es una especie de pacifismo bobo que facilita el juego a los incendiarios del mundo. La paz se edifica, en la vida real, a través de un cuidadoso equilibrio de fuerzas que genere incentivos superiores a los de la guerra y abra caminos para resolver eficazmente las diferencias entre naciones.
Ahora bien, aunque llamar a la paz no sea suficiente, sí es el comienzo indispensable. Hoy la neurociencia nos demuestra empíricamente lo que ya intuía Aristóteles: a través del cambio en nuestras ideas, conectando con las emociones, podemos cambiar nuestras acciones y, si repetimos el proceso, podemos cambiar nuestros hábitos de forma virtuosa. El mismo ciclo aplica a las naciones. Si logramos cambiar la mentalidad colectiva, inspirando emotivamente a los pueblos, podemos cambiar hábitos sociales de forma virtuosa.
Por tanto, sí es posible cambiar el mundo y el cambio empieza por las ideas.
Hay una idea esencial que parecía consolidada en buena parte del planeta y hoy está amenazada por la invasión a Ucrania: que la paz es el mejor camino para resolver las diferencias. Para los cristianos, no hay espacio para la duda: Jesús era tan pacífico que nos mandó a amar a nuestros enemigos. ¿Dónde está el mérito en ser bueno con quien se porta bien? ¡El mérito está en ser bueno con el prójimo sin importar como actúe! Esa idea es fundamental para otra idea de filiación cristiana: la dignidad humana, según la cual todos valemos intrínsecamente por el solo hecho de ser humanos, sin importar cualquier otra circunstancia. La dignidad humana exige la paz para solucionar los conflictos, puesto que, si todos valemos igual, entonces es inaceptable destruir al otro para imponer mi posición, aunque yo esté en la razón y tú estés equivocado. El conflicto violento, y más aún la guerra que destruye miles de vidas inocentes, es una vía radicalmente anticristiana e incompatible con la dignidad humana.
Sin embargo, aun para quien no comparta ideas cristianas o la noción de dignidad humana, cabe un argumento más utilitario: la propia historia demuestra que la paz es el mejor camino del progreso humano. Si en las últimas décadas hemos sido testigos de la mayor prosperidad económica de todos los tiempos, de niveles récord de superación de la pobreza, de un bienestar material que ni siquiera soñaban nuestros tatarabuelos, ha sido gracias a un sistema socioeconómico construido sobre la paz. ¿Por qué un carpintero habría de mejorar su servicio, abstenerse de gastos innecesarios, ahorrar para educar a sus hijos, si todos sus esfuerzos podrían consumirse un día cualquiera entre el fuego de las bombas y las balas? El progreso exige libertad económica y equidad social, pero esas son palabras vacías si no logramos primero vivir en paz.
Sin paz no hay comercio, no hay salud, no hay educación, no hay progreso. La guerra es el peor negocio de la humanidad, salvo para quienes usufructúan de ella. La vida de casi todos los genios militares de la historia terminó en asesinato o suicidio (… tal vez murieron en paz quienes les vendieron las armas). “Quien a hierro mata, a hierro morirá”, es una de las profecías más irrefutables de Jesucristo.
La verdadera paz es consecuencia del amor
Puede sonar lírico, pero no existe paz sin una convivencia fundada en el amor. Ningún ser humano “vive”: todos “con-vivimos”. Para los cristianos, Dios mismo es convivencia, es familia, porque es Trinidad vinculada a través del Amor que se identifica con el mismo Dios.
Si el destino inevitable del ser humano es la convivencia, ante ella solo tenemos dos alternativas. Una es el egoísmo, que implica imponer el “yo” sobre el “tú”, “nosotros” sobre “ellos”. Ser egoísta es preocuparse por uno mismo más que por los demás. Si yo valgo más que tú, ¿por qué habría de respetarte? De ahí a la guerra solo hay un paso… o una provocación. El egoísmo es el padre de la guerra.
La otra alternativa es el amor, cuya forma más simple es tratarte a ti al menos como yo me trato a mí. “Ama al prójimo como a ti mismo”, mandó Dios a Moisés y ratificó Jesucristo. Una regla de oro que es el fundamento de todas las religiones y todas las morales racionales: “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”.
Existe, por supuesto, una forma más excelsa de amor, que nos legó Jesucristo: amarnos unos a otros como Él nos amó. Es el amor heroico de la Cruz, que se consuma en dar la vida por el otro. Ese mandamiento nuevo supera nuestra lógica común: la maxima expresión del heroísmo mundano es la valentía en la guerra; la máxima expresión del heroísmo cristiano es el sacrificio en la Cruz. Este es un paso sublime: amar al otro ya no igual, sino más que a mí mismo.
Como cristianos, estamos llamados a esa forma suprema del amor, que reconoce mayor alegría en dar que en recibir, como enseñaba San Pablo. Es la vara máxima del amor. Pero tan solo si logramos cumplir la vara mínima del amor, que es tratarnos los unos a los otros por igual, más allá de nuestros méritos y nuestra fe, habremos logrado sembrar la semilla más frúctifera del progreso humano: la semilla de la paz.
Por Héctor Yépez Martínez. Director de la Academia Ecuatoriana de Líderes Católicos. Profesor y Director del Centro de Arbitraje y Mediación – Universidad Espíritu Santo