“De primera vez” es la expresión que utiliza mi hijo cuando quiere comunicar un logro que ha conseguido o un hito que ha alcanzado. Aunque sé que lo que dice no es gramaticalmente correcto, es una de las pocas veces que no le corrijo afectuosamente sino que me limito a darle la enhorabuena y un abrazo.
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Y es que, para él, la realización de alguna tarea antes reservada a nosotros los adultos supone una gran alegría. Por eso valoro como más positiva la muestra de afecto que la corrección gramatical, que llegará por sí sola a medida que lea y escuche más libros.
Carpe diem
Cada vez que oigo esa expresión de labios de mi hijo se produce en mí una gran alegría al mismo tiempo que me asalta una pena de fondo, provocada por una reflexión que vengo arrastrando desde los primeros años de mi edad adulta.
A mí la película ‘El club de los poetas muertos’ me pilló jovencito, así que la empecé a conocer por medio de reposiciones en TV. Sin embargo, con el transcurso de los años la llegué a ver más de una docena de veces; mi interior adolescente se sentía identificado con la rebeldía de ese profesor (Robin Williams) que disonaba en un ambiente cuadriculado y arcaico. El discurso frente a la vitrina se introduce con un poema de Walt Whitman (¡Oh capitán, mi capitán!) y continua con otro de Robert Hedrick (Para que las vírgenes aprovechen el tiempo); introduce una de las premisas que en aquel momento me cautivaron y que son el fruto de la reflexión que comentaba hace un momento: Carpe diem.
En la película lo traducen como “aprovecha el momento”.
Revestido de la farándula televisiva se me quedó grabado en la retina como una locución asociada a las élites intelectuales, así que cuando la repetía en mi cabeza me sentía un poquito más inteligente, como más sabio.
Ahora, ya contando el paso del tiempo por décadas, creo que Robin Williams le hizo un flaco favor al mundo interpretando aquel papel.
Generaciones enteras han repetido el “carpe diem” como un mantra todopoderoso tras el que escudar una vida vacía de objetivos y un miedo atroz al compromiso. ¿Qué importa que el origen de todo esté en un señor llamado Horacio y que esas dos palabras hayan adquirido diferentes significados a lo largo de la historia humana? Basta pronunciarlas para hacer lo que plazca, cuando apetezca y del modo que venga en gana.
Veneno
A día de hoy creo firmemente que esas dos palabras en latín se convierten en un veneno para el corazón porque transforman la vida en una sucesión ininterrumpida de experiencias que no se maceran, en vivencias que no calan ni empapan. ¿Qué relación se podría establecer entre ese “vive el momento” y la “cultura del descarte” de la que tanto habla el papa Francisco? Quizás una muy directa.
Son veneno porque llaman a vivir con frenesí y desmedidamente; vive el día porque vas a morir pronto.
¡Pues vaya panorama!
Alternativa
Pero frente al veneno… el amor.
“En el amor no hay temor. El amor perfecto echa fuera el temor, pues hay temor donde hay castigo. Quien teme no conoce el amor perfecto. Amemos, pues, ya que él nos amó primero” (1 Juan 4,18-19).
Dejarse en manos del amor de Dios, encarnado en el hijo de María, transforma esa visión del frenesí vital, del miedo a la muerte inminente, en una alegría más parecida a la que experimenta mi hijo cuando hace las cosas “de primera vez”.
A mí se me dibuja claramente la alternativa al “carpe diem”. No quiero vivir las experiencias de mi vida como si fuese la última vez, porque entonces estarán impregnadas de angustia y temor. Yo quiero vivir cada momento como si fuese el primero, para que la alegría del descubrimiento inunde mi corazón y pueda desbordarse hacia afuera, contagiando a otras personas a mi alrededor.
Quiero recordar, cada vez, lo que es enamorarse; lo que es descubrir; lo que es aprender. Quiero experimentar, a cada momento, el amor primero.
Y es que Dios siempre me quiere “de primera vez”.