¡Cuánto valor no ha perdido la palabra!
El que un discurso esté lleno o vacío, sea cierto o falso, construya o destruya parece haberse convertido en algo indiferente. Lo que importa de un discurso es que sea práctico, convincente o, simplemente, divertido. Ya luchó Platón contra los sofistas y sus discursos cuando acusaba a estos de poner su retórica al servicio de la política pero la vaciaban, sin escrúpulos, de verdad.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: Escuchar para sanar
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Los que de vez en cuando disponemos de púlpitos, en muchas ocasiones nos hemos hecho la pregunta: “¿Para qué tanta palabra?”.
¿Para qué hablar si ya está todo dicho? ¿Para qué hablar si da igual lo que se diga? ¿Para qué hablar en esta guerra del “querer convencer”?
Y en el afán de defender aquello en lo que creemos nos descubrimos sobrevolando la realidad montados en discursos sin vida, exentos de “justicia, de misericordia y de fidelidad” (Mt 23,23). A cambio los cargamos de convicciones éticas o ideológicas, de dogmatismos hueros, que solo pretenden defenderse a sí mismos, y que no hacen sino provocar dolor y “liar fardos pesados para echarlos a los Hombros de la gente” (Mt 23,4). Vivimos acechados por un mar de mensajes que, desde la política, la educación, las redes, la prensa o la propia Iglesia nos inundan de palabrería hueca, de verborrea innecesaria y, sospecho que, ninguna palabra es neutra ni inofensiva.
¿Qué si no haría el Padre?
¡Cuánta palabra necesaria falta por escuchar y cuánta palabra necesaria no puede decirse!
Cuando me descubro instalado en un púlpito, procuro tener la certeza de que mis manos están sucias del barro del que hablo, y de que mi mirada se ha bañado de compasión, de compresión, de la ternura hacia el otro que predico. ¿Qué si no haría el Padre? ¿Qué si no hizo Jesús con Marta, con Bartimeo, con la Samaritana o con el propio sanedrín?
Hace ahora diez años que la Cátedra de Teología José Antonio Romeo dedicó su ciclo anual de conferencias al título ‘Maestros y Testigos’, ciclo en el que recogió ponencias en torno a personajes como Charles De Foucauld, Teresa de Lisieux, Dietrich Bonhoeffer, Óscar Romero o Henri De Lubac entre otros.
Nos suele llamar con facilidad lo de ser maestros, sobre todo si con ello recibimos la recompensa de la autocomplacencia, la reafirmación en nuestros discursos, la adquisición de un estatus entre los demás o una interesante gratificación económica. Pero nos cuesta más lo de ser testigos, lo de hacernos evangelio vivo, lo de poner nuestra vida en juego, lo de ser consuelo del afligido, lo de cargar cruces.
Los que de vez en cuando disponemos de púlpitos frecuentemente nos acostumbramos a vivir como sepulcros blanqueados, y, en muchas ocasiones, consciente o inconscientemente, nuestro único fin acaba siendo no bajarnos de él.
Conviene sacudirse el polvo.