He escuchado esta mañana el video en Twitter de Ángel Martín Gómez (19/07/22). Cada día, a través de su cuenta en esta red, graba un noticiario breve, directo y rápido, no exento de humor y toque personal, que termina siempre con dos mensajes: “Os quiero mucho” y “A hacer cosas”. Hoy, sin embargo, no ha sido lo esperado.
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Supongo que, a propósito de cierto artículo de la prensa nacional, y de las reiteradas llamadas de los políticos a la responsabilidad, el compromiso social y los sacrificios, le ha salido un “¡Basta!” alto y claro. A mí me ha sonado al segundo libro de Stéphane Hessel, cuyas consecuencias ya conocemos. El autor no tuvo tanto éxito con su siguiente, aunque sea probablemente mucho más interesante, pese a que siempre tenga la cantilena de los jóvenes como primeros agentes de cambio: “Comprometeos”.
Lo que refleja Ángel Martín en su publicación es el sentimiento general de hartazgo de una sociedad entera, que no comprende qué ocurre y por qué repetidamente sobrevienen cambios indeseados en las condiciones de vida y en su situación de bienestar y tranquilidad. La política, tan dependiente para su proyecto social, de todo lo que gira alrededor, termina por ser un espacio desquiciante, en el que el ciudadano medio, y no digamos el bajo, solo tiene la sensación de padecer, de tener que dar de sí mismo, de sentir una responsabilidad que no ve que transforme realmente la realidad que le rodea.
De Ortega y Gasset a Martha Nussbauum
Voz que ha estudiado hace cien años Ortega y Gasset, más contemporáneamente Martha Nussbaum y recientemente tenemos el libro traducido de Steinbock. ¿Qué emociones juegan en cada tiempo un papel político principal? ¿Cuáles cobran tanto cuerpo que se materializan en relaciones, en estructuras, en demandas y en horizontes? ¿Solo son las negativas, o en esto negativo y de rechazo, hay también algo positivo que busca el cambio y la transformación? ¿Sirven para algo más que para el desahogo o movilizan y comprometen en algo?
Poco antes de ver el video había publicado en Instagram una imagen, más común de lo que pueda parecer: unos contenedores de basura, llenos y desbordados, con bolsas ocupando parte de la acera. Todos, de un modo u otro, sintieron que tenían derecho a expulsar sus “mierdas” particulares, sus residuos. Compraron sabiendo que sobraría, porque a eso le llamaron progreso en algún tiempo y todavía hoy pagamos las consecuencias de no haber intuido finamente lo mejor. Algo parecido le ocurre a la política. Probablemente también a la Iglesia. A toda la humanidad. La indignación, al menos en una vertiente, es esperanzadora. Porque por fin comienza a ver más posibilidades, sin someterse a lo que hay y viene socialmente organizado. Pero no puede quedar en eso, en la expresión catártica de impulsos de rechazo.
Creo que el papa Francisco, cuando hace lo que hace y escribe lo que escribe, mantiene la tensión en ese horizonte, frente a lo irremediable, frente a la imposición cómoda de lo fáctico, frente a la indiferencia que se acomoda dulcemente en lo que hay hasta matar con su frialdad. Francisco le llama evangélicamente a esa emoción capaz de coger aire, tener fuerza, estar dispuesta, sufrir esperanzadamente y vivir a fondo. Lejos, muy lejos la queja y la ponzoña de la indignación de sillón. La alegría mira a lo bello, a lo bueno y a la verdad, por eso inunda de Buena Noticia la realidad.