Cuentan que, en torno a los 40 años, hay una especie de crisis existencial en la que las personas se plantean qué han hecho con su vida y qué desean realmente. Pero mis alumnos no tienen tantos años, son jóvenes y no pocas veces se viven vapuleados y sin tiempo para vivir a fondo. Todo su tiempo está hipotecado en metas que ni siquiera saben para qué las quieren, que supuestamente les llevarán a su vez a otras metas y, en algún momento futuro, bastante lejano, eso que se llama “vivir”. Para no pocos, “vivir” es eso que sucederá en una escatología laica y sin esperanza que sea realmente así.
Les pregunto: ¿Y qué tal ahora, por qué no comenzar a vivir ahora? Me responden: “Ahora no tengo tiempo. Quizá luego”.
Una mujer con una niña pequeña me habla de replantearse la vida. Confiesa, siendo consciente de su situación, que no puede. Las circunstancias no se lo permiten. Ya lo decía Ortega: “Yo soy yo y mis circunstancias, y si no se salvan mis circunstancias yo no me salvo”. Y así, una y otra vez, lo que hay alrededor de la vida no sirve a la vida sino que la oprime miserablemente. ¿Alienación, esclavitud, condena? Otras veces la propia persona se aleja de su vida para entregarse sin pensar a su mundo, olvidándose de sí, cuando no huyendo. ¿Miedo, distracción, falta de voluntad, veleta?
Anselmo de Canterbury escribió un fabuloso tratadito, traducido recientemente: ‘De veritate’. En el continuo diálogo entre maestro y discípulo se repite hasta la saciedad una palabra: rectitud. En esto se juega toda la vida y toda verdad. En afrontar la existencia de frente, de cara, dejándose vivir. Y hay mucha verdad en esta rectitud ante la vida; mejor dicho, toda la verdad está en esta rectitud.
Falta tiempo, dirán algunos. Demasiado pronto aprendemos a convivir con las obligaciones e intereses de los demás, dirán otros. Vagamos atados en la caverna, gritan los de más allá. Excusas, como dobleces irresponsables, surgen muchas. En seguida llegan las interpretaciones ajenas sobre lo que vivimos, deberíamos haber vivido o es probable que vivamos. Frente a todo esto algunos reclaman su singularidad con mucha propiedad: “Dejadme vivir”.
Comenzamos volcados de tal manera sobre lo que nos llama desde fuera que solo una agitación interior, una especie de calambre y sacudida cuando sucede algo sobrecogedor, es capaz de despertar de nuevo con fuerza esa voz de la conciencia que nunca se fue totalmente aunque pareciera inaudible. Tarde o temprano vuelve la pregunta evangélica, para seguir enseñando: ¿En qué está puesto tu corazón?
Releo estos días a Kierkegaard como si fuera la primera vez: “Si la verdad no se encuentra existiendo, en la existencia, no se encontrará nunca”. Que no se apague el grito, como paradójico lamento y responsabilidad: “Dejadme vivir”. Que no se apague, porque entonces ya no habrá tiempo.