La demencia es un proceso degenerativo del sistema nervioso central de naturaleza progresiva, irreversible e incurable con nuestros conocimientos actuales. Esos tres adjetivos tan rotundos la definen: no hace sino empeorar, lo que se pierde no se recupera y no tenemos tratamiento que detenga el deterioro. Afecta a funciones superiores, dependientes de la corteza cerebral, tales como las capacidades cognitivas y el comportamiento. Muchas veces su causa es vascular (“falta de riego”) y suele asociarse al envejecimiento.
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Siempre resulta doloroso contemplar cómo personas que han sido capaces, todavía más si han sido sobresalientes, van perdiendo las características que las definieron, que quizás les hicieron destacar. Nunca es fácil aceptar ese proceso, ni para la persona, ni para quienes la rodean. Puede resultar muy cruel cuando ocurre en personas jóvenes.
Pérdida de las capacidades básicas
La persona olvida las cosas; primero las recientes, luego las remotas. Deja de conocer a quienes la rodean, pierde el control de los esfínteres, la posibilidad de cuidar de sí misma, de vestirse, de alimentarse. Retrocede a situaciones de dependencia del principio de la vida, de la infancia, pero sin la expectativa de crecimiento y desarrollo de esta. En la etapa final, se pierden las capacidades más elementales, tal como la deglución, sobrevienen los atragantamientos y las complicaciones infecciosas que se derivan de ellos.
No les ocurre a todos los ancianos, pero, en una sociedad donde cada vez envejecemos más, casi no hay familia con algún caso parecido a lo que describo. Este proceso desafía nuestra paciencia y ecuanimidad, nos obliga a preguntarnos por el sentido de la vida y de la prolongación de la existencia, agota a familiares y cuidadores, conscientes de que no cabe esperar mejoría.
Servicio desinteresado
Sin embargo, hay otras formas de encarar la demencia. Por ejemplo, pensar que nos ofrece la posibilidad de cuidar a quien nos cuidó, de devolver parte del cariño que recibimos durante nuestra vida. Nos invita al servicio desinteresado, al amor gratuito. Recoloca nuestro foco en el sentido último de la vida, que es aprender a amar y ser amados incondicionalmente. Nos permite aprender sobre nosotros mismos y sobre quienes nos rodean. Nos da la oportunidad de demostrar y demostrarnos que se puede contar con nosotros, que somos capaces de amar y servir a quien no puede ya darnos nada.
Cuando la persona ha perdido todas las capacidades que poseía, hasta las más elementales, dependiendo de los demás para sobrevivir, todavía posee la dignidad del hijo y la hija de Dios, que nadie le puede quitar. Queda desnuda la ‘imago Dei’, quizás la mayor aportación que el cristianismo ha hecho en la historia del pensamiento humano. Por eso, eliminar la vida humana en su inicio o en su final no solo es anticristiano, también es antihumano. Aunque pueda ser legal, incluso constitucional.
Mi vivencia cotidiana
Todo esto no son conceptos abstractos enunciados desde una mesa de despacho o estudiados en un aula universitaria. Son mi vivencia cotidiana en las salas de hospitalización y el servicio de urgencias, en contacto diario con pacientes demenciados, sus familiares y cuidadores. También mi propia experiencia en el cuidado de mi madre, cuyos años finales acompañamos lo mejor que pudimos y supimos.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.