La teología cristiana, lo mismo católica que protestante, del siglo XX, se planteó la pregunta sobre la relación entre la historia profana y la de la salvación. Algunos teólogos sostuvieron que ambas estaban íntimamente ligadas; otros, en cambio, afirmaron que corrían de forma paralela, como las vías del ferrocarril.
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Creo que triunfó la primera tesis gracias a expresiones conciliares como “signos de los tiempos”, que nos animaban a encontrar en los afanes humanos la presencia divina. Este horizonte planteaba una exigencia: discernir en el desarrollo de la humanidad aquellos elementos que la Iglesia debía también asumir, no sólo para no quedarse rezagada y caminar acorde a los tiempos actuales, sino para descubrir, con humildad, los aportes que la sociedad le podía brindar, para cumplir mejor con su misión.
Una contribución evidente del mundo contemporáneo lo es la ciencia y tecnología. Y me parece que, con altibajos, avances y retrocesos, la Iglesia se ha enriquecido con la cibernética. El uso de las redes sociales y del zoom, por ejemplo, han sido un auxilio invaluable para que los pastores se mantengan en contacto con sus fieles durante la pandemia, para transmitir misas y pláticas, para organizar tareas caritativas.
Pero hay un tema en el que, me parece, la resistencia eclesiástica a incorporar un gran valor del mundo contemporáneo es muy grande. Me refiero a la cultura de los derechos humanos y, en concreto, al reconocimiento de los derechos de mujeres y personas homosexuales.
En una civilización cada vez más preocupada por dar su importante lugar a la dignidad femenina, y con instituciones más abiertas a incorporar mujeres a sus órganos directivos, la Iglesia sigue reacia ya no digamos al sacerdocio femenino, sino a aceptar en algunas laicas las suficientes competencias para coordinar distintas tareas y oficios eclesiales.
Lo mismo dígase de las personas homosexuales. No sólo se les niega la posibilidad de establecer relaciones amorosas, basadas en la responsabilidad y el compromiso, sino que también se les impide el acceso al sacerdocio cuando se confiesan homosexuales, porque abundan curas y obispos que no salen del clóset y que, castos o no tanto, ejercen el ministerio sacerdotal y hasta ocupan altos puestos en las jerarquías eclesiásticas.
Mientras la Iglesia Católica no supere estos dos lastres, su discurso a favor de los derechos humanos será sólo eso, una disertación carente de respaldo en la realidad.
Pro-vocación
Dice su Excelencia Joseba Segura, obispo de Bilbao, que “nadie entra al seminario para beneficiarse económicamente”. Lamento contradecir al prelado. Allá por los 80’s, en Roma, tuve un compañero africano que después de terminar el doctorado en filosofía, siguió con otro en una materia tan semejante como ¡Derecho Canónico! Todo con tal de no regresar a su pobre diócesis. Para muchas personas, por desgracia, el ministerio presbiteral significa un ascenso social, del que con frecuencia se benefician sus familias.