Desaparecido en democracia


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En todos los países del mundo desaparecen personas y, en muchos casos, es notable la incapacidad de los estados para encontrarlas. Hasta en naciones desarrolladas y con policías e instituciones de seguridad muy competentes puede ocurrir que, de un día para el otro, alguien desaparezca de la faz de la tierra sin dejar rastros y nunca más se sepa nada. Pero aunque se trate de algo que ocurre en muchos lugares, el nombre de “Argentina” está penosamente ligado a la palabra “desaparecido”. Así como se asocia torpemente “Colombia” con “cocaína”, desde que la dictadura militar “desapareció” miles de personas, al decir “Argentina” muchas personas en el mundo asocian ese nombre con “desaparecidos”. La tragedia de aquellos años ha marcado al país por varias generaciones  y muchos argentinos aún intentan despertar de aquella pesadilla.

En este último mes, la desaparición en la Patagonia de Santiago Maldonado, un joven activista social, en oscuras circunstancias, despertó nuevamente los peores fantasmas. Otra vez la incapacidad del Estado para responder a la angustia de sus familiares y compañeros; otra vez también las sospechas sobre las fuerzas de seguridad; nuevamente el desconcierto y la tensión en una sociedad con una enorme hipersensibilidad en este tema; otra vez el miedo.

Algunos obispos hicieron escuchar sus voces reclamando justicia. Los organismos dedicados a la protección de los derechos humanos y algunos partidos políticos convocaron movilizaciones que, en algunos casos, fueron violentas y que solo sirvieron para aumentar las tensiones. Desde distintos ámbitos se multiplicaron los reclamos. La información y la desinformación saturaron los medios de comunicación. Los oportunistas políticos de siempre convirtieron al joven desaparecido en una bandera, en un símbolo. Entonces Santiago desapareció por segunda vez: dejó de ser una persona de carne y hueso, con familia y amigos; para convertirse en un objeto. Su vida personal desapareció, el joven se convirtió en un estandarte; pasó a un segundo plano la preocupación por su vida y ahora lo que importa es “lo que él significa”.

Sobre un drama humano se levantó un escenario en el que el centro ya no era la persona sino su significado político. En la calle, en las escuelas, en los medios, ya no se habla de él aunque su nombre se repita a cada momento. En realidad el tema es otro, no es Santiago; el tema es ver quién gana políticamente algunas tristes migajas de poder. La política, cuando se convierte en espectáculo nos convierte en espectadores; en un abrir y cerrar de ojos los ciudadanos somos solamente el público que observa un show montado para que algunos ganen y otros pierdan. Ya no importa la tragedia real de un joven que no se sabe dónde está.

La desaparición de la política

Smaldonado2

Santiago Maldonado

La manipulación política de las tragedias humanas vacía de contenido real a la política misma. Cuando todo es política y búsqueda mezquina de ventajas sobre los que son definidos como enemigos, entonces nada es política. El paso siguiente es aún más funesto: lo que desaparece ya no son solo las personas, sino la democracia misma. Cuando la democracia deja de ser una manera de vivir, una forma de cultura, entonces se está preparando el camino para que también deje de ser una forma de gobierno. La política, como una de las más nobles actividades humanas, tiene sentido cuando está al servicio de los hombres y las mujeres concretos, no cuando se aprovecha de ellos. Convertir un desaparecido en una bandera es servirse de él y hacerlo desaparecer dos veces. De la primera desaparición son responsables los que cometieron el delito; de la segunda, son aquellos que, como aves de rapiña, se congregan junto a la víctima preocupados por sí mismos, por sus ideas y organizaciones; y no por lo que le ocurrió a una persona concreta.

Cuando la política se reduce a discusiones vacías y mezquinas se desvirtúa a sí misma y los ciudadanos perdemos el único instrumento que tenemos para convivir en paz y en democracia. Cuando la política deja de ser una búsqueda del bien común y se reduce a la defensa de intereses individuales, entonces desaparecemos todos. Solo quedan en pie las ideologías más extremas y los intereses económicos más miserables. Por eso hay que reclamar que aparezca con vida Santiago y, con la misma fuerza, exigir que nadie se aproveche de su infortunio.