Tengo que confesar que soy muy perezosa a la hora de instalarme aplicaciones en el móvil. Antes de hacerlo sopeso todas las opciones y valoro con atención ventajas e inconvenientes, para ver si realmente vale la pena o puedo seguir sobreviviendo sin ella. Con estos preámbulos se entiende aún más que me pensara bastante bajarme la aplicación “Radar Covid” del Gobierno, y resulta aún más llamativo que no tardara demasiado en hacerlo. La responsabilidad y el bien común han pesado más que mis resistencias. Ubica por bluetooth con quién has estado y, si da positivo por coronavirus, te hace saber que estuviste con la cercanía y el tiempo suficiente como para ser contagiado. Este mecanismo me ha hecho pensar mucho.
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Imagen vs. realidad
Es fácil que nos llevemos sorpresas con la gente que tratamos porque, de un modo u otro, la imagen que nos llega no siempre concuerda con quiénes son en realidad. Ciertamente no resulta nada sencillo aplicar ese criterio evangélico de distinguir el árbol bueno del malo por sus frutos, que tienen que ser acordes con su naturaleza (cf. Mt 7,17-20). La bondad y la maldad no suelen ser realidades tan evidentes y, además, suelen darse muy entremezcladas. Con un “radar” de este estilo podríamos elegir mejor con quiénes invertimos nuestro tiempo, evitando hacerlo con quienes resultan “tóxicos” y apostando por personas que son estupendas, por más que su “primera impresión” no lo ponga demasiado en evidencia.
¿Os imagináis cuántas horas, días o meses nos ahorraría una aplicación que, a través del móvil, fuera capaz de mostrarnos quiénes contagian negatividad y quiénes alimentan las ganas de vivir? Puede resultar tentador algo así, pero, conociendo el “diagnóstico” final, nos perderíamos disfrutar de la aventura de asomarnos poco a poco al corazón de los demás y descubrir que nada es tan evidente como parece. Creo que esa aplicación no me la instalaría.