Me acaba de llegar un video de un gráfico que muestra cómo ha cambiado la inversión que hacen las personas de su tiempo libre desde 1930 hasta hoy. Durante décadas se pelearon los primeros puestos la familia, los amigos, el colegio, los restaurantes/bares y otras fuentes de socialización. Sin embargo, desde 1984 en adelante, como un maratonista desenfrenado, la conexión online empezó a correr y a ganarles a todos, dejándolos muy atrás.
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Estar adheridos a una pantalla, actualmente, ocupa el 61% de nuestra libre disposición energética y, si bien ha traído algunos beneficios, nos tiene en grave riesgo de desvinculación con nosotros mismos, los demás, la creación y Dios. Dentro de todas las consecuencias posibles de este fenómeno social, quizás uno de los más silenciosos y preocupantes es la tasa de natalidad.
Fuerte individualismo
Más de alguien se va a preguntar qué tienen que ver una cosa con la otra. Hay que hilar fino, pero, claramente, el fuerte individualismo al que nos lleva estar en “mi line” casi todo el tiempo, hace muy complejo poder sintonizar con las líneas de otros y creer en un vínculo amoroso que permita proyectar el tú y el yo en un nosotros. El mundo de las redes sociales se hincha tanto el yo que este cae fácilmente en cosificar a otros para el propio interés, como un bien de consumo más que me trae satisfacción o desagrado. Este comportamiento tan “normal” es prácticamente incompatible con la confianza, la reciprocidad, la gratuidad, la renuncia, la espera, la entrega que requiere ser pareja estable, padres y familia.
Salvo países del continente africano, la gran mayoría de las naciones occidentales están envejeciendo a pasos agigantados y las personas no quieren casarse, comprometerse ni tener hijos. Incluso hemos llegado a situaciones impensables años atrás, como que sea un delito no querer ser madre o la obligación de serlo si estás en pareja y tienes sobre 35 años. Sin embargo, la solución no debería ir por políticas de estado o decretos que obliguen a la natalidad, sino quizás por resguardos públicos y privados para fomentar los vínculos y la humanidad. Se trata de revertir la cultura tóxica que hemos normalizado y que ya no solo nos enferma, sino que nos puede extinguir como especie.
Un colchón afectivo
Como madre de seis hijos no puedo estar más feliz y orgullosa del camino recorrido. Ciertamente, ha habido y seguirá habiendo momentos complejos, renuncias y preocupaciones, pero lo que más he recibido han sido bendiciones, propósito de vida, compañía y un colchón afectivo que es un pedacito de cielo acá. Como cristianos, ojalá hoy demos testimonio que estar conectados a nosotros mismos, a los demás, a la naturaleza y a Dios. Es la mejor apuesta de realización personal y comunitaria.
Renacer en espíritu y en comunidad
Para eso debemos dar y promover un ejemplo de conexión honda, empática, solidaria y generosa real; debemos dejar nosotros mismos las pantallas un buen rato y comenzar a hacer pausas diarias de silencio, a hablar con los vecinos, a saludar en la calle, a volver a ir al supermercado, al banco, a la plaza, a la librería y a pasear, sin un cable amarrado al alma.
Solo así volveremos a renacer en espíritu y en comunidad. Amando y sirviendo, mirando a los ojos y no en un celular o computador. Así, los jóvenes se entusiasmarán nuevamente por la vida, confiarán en sí mismos, en los demás y querrán proyectar ese amor recibido en un hijo/a para cuidar. No se trata entonces de obligar a ser padres, lo que puede ser un desastre en términos de traumas y niños no deseados por sus papás; sino de sembrar el amor en el presente, para que florezca en plenitud y otros lo puedan experimentar y multiplicar.