Los testimonios personales, estadísticas y análisis históricos son contundentes. La desconversión, en abandono del catolicismo, es repetitiva y abundante. Durante largo tiempo hemos anestesiado el dolor de ver a la gente alejarse y partir, consolándonos en falsas ideas sobre jornadas espirituales, recursos de entretenimiento de otras congregaciones e incluso engaños del enemigo que alejan a la gente de la verdadera fe.
De modo que redoblamos nuestros esfuerzos de evangelización y hablamos de la Buena Nueva como si no pasara gran cosa. Asumimos a nuestros interlocutores como tabula rasa, sin que tuvieran conocimiento previo de los cadáveres guardados en el armario. Entonces, tras múltiples tropezones, descubrimos que nadie abandona la Verdad cuando la ha encontrado, pero sí parte con dolor cuando es víctima del abuso o sujeto sistemático de manipulación espiritual. Notamos que otras congregaciones jamás hablan de una fe entretenida, aunque a nosotros así nos parezca. Y hallamos que el enemigo se infiltró hace tiempo. Ahora, con una fe adulta, tenemos que extirparlo de nuestra vida comunitaria si de verdad queremos sanar.
Autenticidad
Para hablar de desconversión, primero necesitamos hablar de conversión. Al hablar de conversión religiosa, no me refiero a una afiliación institucional, ni a una declaración, ni a un sacramento, ni a un conjunto de rituales y hábitos, por más que estos puedan ser sus manifestaciones externas. Lonergan (1988) explica la conversión religiosa como la experiencia personal de estar enamorado de un Amor ultramundano. Al igual que las conversiones intelectual y ética, es fruto de condiciones internas de desarrollo y no resultado de fuerzas externas que pretenden modelar a un sujeto.
Así como la conversión ética va más allá de la conversión intelectual, -revelando un espíritu de autotrascendencia en la acción por el bien, que no se conforma con el conocimiento de la verdad-, la conversión religiosa va más allá de la conversión ética, generando un nuevo aliento personal en la persona, al verse inmersa, cautivada y entusiasmada por un Amor inabarcable y total. Los frutos de las conversiones intelectual y ética no son negados ni disminuidos, sino que adquieren mayor potencia y nuevo significado en un proyecto de mayor alcance y profundidad.
Los diversos aspectos de la conversión personal se apoyan entre sí y aunque podrían asumirse como secuenciales, esto no necesariamente es así, especialmente si desde nuestra tradición consideramos a Dios como el primero en convidarnos a su amor. Así, la conversión religiosa inspira a rechazar el mal actuando con el Bien, genera hambre y sed de justicia, e inspira a creer y esperar sin límites, aunque ni el razonamiento intelectual, ni el deliberar ético hayan alcanzado sus conclusiones. En pocas palabras, no necesita uno un doctorado en Teología para enamorarse de Dios.
Ahora pasemos del vínculo del individuo con Dios hacia la realidad histórica de las instituciones religiosas. La cosa puede cambiar dramáticamente. Las ideas y prácticas colectivas pueden verse afectadas por imprecisiones y errores. Los pregones y homilías pueden ser utilizados por los ricos para tranquilizar a los pobres. Los conceptos y las jerarquías pueden distorsionarse de las maneras más atroces para ir justo en contra de lo que el amor religioso propone. Entonces, desafiliarse de esas instituciones puede ser un acto auténtico. Con experiencia del Amor ultramundano, el superar las inercias, rechazar las charlatanerías y repudiar las aberraciones representa un esfuerzo genuino por superar la decadencia.
Inautenticidad
Pero la desafiliación puede también ser un acto inauténtico y entonces es el comienzo de la decadencia misma. La desconversión radica en la negación del Amor, o en una distorsión del mismo para asignarle un lugar cómodo y conveniente, según los propios intereses. Al destruir esta ancla del bien, esta dejará de ser gradualmente un componente familiar y útil en las decisiones diarias, para convertirse en un pasado olvidable y quizá cargado de rencor.
El hueco intentará ser llenado sin éxito por emociones, racionalizaciones e ideologías que serán admirados como un paso hacia adelante en el progreso. Los males que generen no alcanzarán a cubrir el primer vacío, sino que provocarán nuevas distorsiones, recortes y mutilaciones. Una vez iniciado el proceso de disolución, este será disimulado con auto-engaño y será perpetuado con una lógica que tiene su propia consistencia.
La desconversión puede propagarse entre individuos y grupos, transmitirse de padres e hijos, hacer que unas instituciones infecten a otras, como una especie de parásito espiritual que corroe mentalidades, relaciones, iglesias y civilizaciones por dentro. Entonces las creencias religiosas comenzarán a trabajar no a favor de la auto-trascendencia de las personas, sino en contra. Lo que antes había sido un proceso admirable y respetado, se convierte en una ridiculez, propia de una minoría anacrónica.
Tu parte, la mía
En este punto me atrevo a decir que toda persona que ha experimentado la conversión religiosa repudia sin reservas cada acto de manipulación, abuso o daño a otros, cometido en nombre de la religión. Y digo que además lo repudia doblemente cuando el perpetrador se escuda en una posición de jerarquía, liderazgo o confianza delegada, pues al mal previo le suma la defraudación.
Pero la cosa no concluye al reafirmar mi convicción personal, ni se resuelve desafiliándome de una institución afectada. Replegarme frente al mal para refugiarme en lo intrapersonal está peligrosamente cerca de dejar de ejercitar mi espiritualidad, descuidar mi intimidad con otros y permitir que mi entender comunitario del amor se atrofie. Renunciar al Amor por malas experiencias con otros es como decir que dejaré de hacer ejercicio porque tuve un mal instructor con el que me lesioné o que abandonaré el estudio de las matemáticas porque mi maestro no sabía enseñar. Limitar mi desarrollo me afectará primero a mí mismo, luego a quienes me rodean y posteriormente a todos los demás.
Puedo entonces retomar mi esfuerzo y reactivar mi quehacer espiritual, no de modo casual y silvestre, sino en serio y sistemáticamente, tal como lo haría con un programa de entrenamiento en un gimnasio o en un curso de cualquier materia universitaria. Aquí vale la pena aquí decir que hay de gimnasios a gimnasios y no es lo mismo una universidad que otra. Tengo que escoger bien y al poner atención quizá me dé cuenta que ni siquiera necesito cambiar de gimnasio o universidad, basta con que acuda con el instructor adecuado o me inscriba a la clase correcta. Más adelante puedo reunirme con otros para alentarnos y avanzar en equipo. Y con un poco de tiempo, estaré también en posibilidad de contribuir para retomar el bien común que le toca a nuestro hacer religioso. En algún punto volveré a sentir esa zarza incombustible, ese Amor que congrega y renueva su alianza con nosotros (Sal 50, 5). Amor que solo espera nuestra voluntad para re incendiar nuestra pasión.
Referencia: Lonergan, B. (1988). Método en teología. Salamanca: Sígueme.