Jesús fue un hombre de su tiempo. Por eso en las parábolas que contaba para explicar a qué se parece el reino de Dios o el reino de los cielos acudía a ejemplos tomados de su entorno: la siembra, la cosecha, la pesca, el rebaño de ovejas, un banquete y una fiesta de bodas, el cortejo que acompañaba al novio el día de su matrimonio, la mostaza que crecía en la huerta y el pan que se amasaba en la casa; ejemplos, todos, que no forman parte de nuestro paisaje del siglo XXI.
Como hombre de su tiempo, en los ejemplos de las parábolas que contaba Jesús respondía al tratado de límites de la sociedad patriarcal que establece el lugar que les corresponde a los hombres y a las mujeres. Por eso son hombres los que salen: a sembrar, a cuidar las ovejas, a pescar; también el que iba por el camino de Jerusalén a Jericó y el que se le acercó –se a-projimó– cuando lo vio herido al borde del camino y lo montó en su cabalgadura.Y no es que Jesús incluyera a las mujeres en el masculino singular –“un hombre”– que protagoniza casi todas las parábolas. El femenino singular –“una mujer”–protagoniza dos de ellas y en las dos, son mujeres que se quedan en su casa: como la que barre para buscar la moneda que se le perdió y la que mezcla la levadura con la harina para amasar el pan.
Porque de puertas para afuera, en el mundo en que vivió Jesús, no había lugar para las mujeres. Legalmente era prohibido que pisaran el Templo de Jerusalén y para ellas había un espacio, el atrio de las mujeres, hasta donde podían entrar. También en las sinagogas debían permanecer en un espacio separado. Lo cual se explica porque no podían pertenecer al pueblo judío, pues el signo de pertenencia era la circuncisión.
Tampoco podían sentarse a los pies de un maestro –como se decía de los discípulos– para estudiar la Torá. Y ni siquiera podían aprender a leer. Su lugar en el mundo judío –el mundo que se refleja en las parábolas que contaba Jesús– era la casa y su estatus social era exclusivamente como esposa y madre. Además, según las leyes de pureza, era considerada impura.
Obviamente, un judío no debía dirigirle la palabra a una mujer en público y por eso se extrañaron los discípulos de Jesús cuando lo encontraron junto al pozo hablando con una mujer de Samaría. Y más de uno debía extrañarse también de que su maestro admitiera mujeres en su compañía, que aceptara que lo siguieran, que se hicieran sus discípulas, rompiendo el tratado de límites de la sociedad patriarcal en la que él vivió.
El evangelio de Lucas registra con nombre y algunas con apellido a las mujeres que seguían a Jesús cuando recorría pueblos y aldeas anunciando la buena noticia del reino de Dios: María, la llamada Magdalena; Juana, la esposa de Cuza; y Susana; y muchas otras que servían (diekonoun, que significa “desempeñar el oficio de diácono” según el biblista Pedro Ortiz, S. J. en su Concordancia Manual y Diccionario griego-español del Nuevo Testamento). También seguían a Jesús, según el evangelio de Lucas, los doce apóstoles. Pero las traducciones hechas por hombres dan a entender que las mujeres servían como correspondería a las mujeres: ayudaban.
La mirada de mujer, en cambio, puede descubrir en el texto que cuando dice que servían es que desempeñaban el oficio de diáconos en el grupo que seguía a Jesús. Es decir, en el grupo de discípulas y discípulos. Y que Jesús, a pesar de ser un hombre de su tiempo, admitió mujeres discípulas en igualdad de condiciones con los discípulos hombres y que algunas de ellas desempeñaban el oficio de diáconos. O de diáconas.