La tinta desprendida en el momento oportuno por el calamar Viganò nos ha hurtado algunas imágenes para una primera interpretación de lo sucedido en el Encuentro Mundial de las Familias de Dublín. Una de ellas es la del parque donde se celebró la eucaristía de clausura, con demasiados huecos, seguramente más cerca de los 150.000 asistentes en que los cifró la prensa irlandesa que del medio millón de las previsiones iniciales. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Era por el mal tiempo? De alguna manera, era por el cambio de estación, sí.
A mediados de los 60, cuando al régimen franquista aún le quedaba cuerda para rato, miles de gargantas se desgañitaban en el extrarradio madrileño cantando ‘La Internacional’ ante la impasibilidad de la Guardia Civil, que velaba para que nada turbase el Moscú bolchevique en que David Lean había convertido Canillas para rodar su ‘Doctor Zhivago’. Acabada una de las superproducciones más taquilleras de la historia, aquellos miles de extras dejaron de hacer bulto y retornaron a su vida, a su propia revolución de cada día.
Desde luego en las Jornadas Mundiales de la Juventud, pero también en estos encuentros familiares, ha habido mucho de superproducción, de sacar pecho para filmar un poderío sin fisuras. Pero ahora que este Papa anima a hacer discípulos en vez de conquistarlos, cuando se trae bajo el brazo una pastoral más acogedora e inclusiva, las explanadas certifican la deserción de quienes se mueven mejor en el inmovilismo.
Nadie fue a ocupar su lugar en los parques dublineses. Su ausencia, sin embargo, hizo más visible la realidad presente, pero tantos años oculta, de muchas congregaciones, de un trabajo que no les cuesta mucho asimilar en este fin de ciclo que Francisco, a pesar de los nubarrones, hizo visible en Dublín para, si le dejan, alumbrar la nueva alegría del amor a la que está invitando a la Iglesia.