Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Desnudez


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Suelo decir en broma que yo me hice religiosa para viajar, pero que no leí con atención la letra pequeña del contrato, donde decía que la mayoría de kilómetros recorridos serían en bus o en tren. Vamos, que la distancia no suele ser lo suficientemente grande como para conocer distintas culturas y modos de vivir, por eso me da sana envidia quienes sí pueden hacerlo.
El otro día, hablando con una amiga que está redescubriendo su gusto por viajar, me comentaba su experiencia en Marrakech. Junto al disfrute por toda esa mezcla de olores, sabores y sonidos distintos, me contó con humor cómo había vivido su visita a un ‘hammam público’. Me hablaba del desconcierto y, sobre todo, de la absoluta vulnerabilidad al encontrarse totalmente desnuda, esperando que le dieran su toalla tras la exfoliación y antes de pasar a la zona del masaje. Tenía esta anécdota rondándome en la cabeza cuando me he dado cuenta de que en estos días se acumulan esas lecturas del evangelio que, por hacer referencia al final de los tiempos, suelen también desconcertarnos.

Chicos jóvenes tomando el sol en un parque

La desnudez, más allá del pudor que nos puede producir, tiene mucho de simbólico y de recordarnos nuestra fragilidad. Sin ropa nos sabemos desprotegidos y necesitados de un espacio seguro en el que no nos veamos en riesgo. No hay manera de escondernos ni de ocultar nuestras miserias, que quedan expuestas a los ojos de quien esté ahí. Por eso me parece tan intuitivo lo que propone el relato del Génesis: el sueño de Dios, antes de que cayéramos en el pecado de no aceptar nuestra condición de criatura y querer ser dioses, era que estuviéramos desnudos y sin vergüenza unos ante otros (cf. Gn 2,25). Se trata de poder presentarnos en nuestra verdad más verdadera, esa que es vulnerable y fácil de herir, con la confianza de que el otro, que está igual que nosotros, no nos hará daño. Con todo, no solemos vivirlo así.

Sin escondite

Nos vamos acumulando, quien más y quien menos, de ropajes, disfraces y máscaras que esconden nuestra identidad más profunda a los ojos de los demás. Vamos acumulando todo aquello que, queriendo protegernos, acaba ocultando nuestra verdad incluso para nosotros mismo. Como canta Izal, nos cubrimos de oro y humo, creyéndonos fuertes e intocables. A medida que se acerca el fin del año litúrgico, los evangelios nos recuerdan que ante el Señor no hay escondite posible. Cuando Él sea todo en todos se producirá eso que alerta Izal en su canción: “¿qué pasará cuando alguien sople y ese polvo salga volando y en vez de oro lo que asome sea carne y nuestro cuerpo pálido temblando?”.
Sí, antes o después, las circunstancias (y Dios en ellas) soplarán y nos encontraremos, como mi amiga en ese ‘hammam’, desnudas, sin que nos pueda proteger ni el rol, ni el currículum, ni la apariencia, ni… Así estaremos al final de la historia: frágiles y expuestos, pero mirados por Quien es Misericordia y, por ello mismo, tiene nuestras miserias en su corazón. Quizá la invitación de estos días sea ir apartando algo del humo y de la capa dorada con la que nos cubrimos para reconciliarnos con esa fragilidad que tanto nos cuesta aceptar, pero que el Señor abraza. Y es que en la vida sucede como en Marrakech: solo se disfruta del ‘hammam’ cuando la desnudez deja de ser un problema.