Mi trabajo en el Ngora Freda Carr Hospital de Uganda consistió en visitar a los enfermos hospitalizados en la sala de medicina interna, junto con el médico responsable (MO, medical officer, un médico general), y dos internos (en su último año de la carrera de medicina, dedicado por entero a prácticas). Tuvimos entre 10 y 20 enfermos cada día, de todas las edades, por lo general muy graves: dado que el hospital cobra por la asistencia (en tanto que debe sostenerse a sí mismo con escasa ayuda del Gobierno y ninguna ya europea), la gente solo ingresa cuando está realmente mal.
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Cada día dedicábamos entre tres y cinco horas a esta tarea, que podía ser lenta y dificultosa en cuanto que necesitábamos traductores, ya que Uganda no tiene una lengua franca nativa (lo es el inglés, pero la mayoría de gente del campo no lo habla). En la zona se habla el teso, lengua nilótica, y mis colegas procedían del suroeste (se habla luganda, origen bantú) y el noroeste (lengua similar al sudanés). El kiswahili, común en África del este, apenas se habla en Uganda, donde se identifica con los asesinos de la época de Idi Amin, aquel sangriento dictador que bañó Uganda en sangre.
Media hora por paciente
No solo existía el problema del lenguaje: los medios diagnósticos eran escasos (apenas unos parámetros de laboratorio y radiografías de poca calidad), de modo que había que dedicar mucho tiempo a definir con precisión el problema médico a través de nuestras preguntas y de una exploración clínica minuciosa. Como todo se sigue escribiendo a mano, el resultado es que podíamos estar una buena media hora con cada paciente, por lo que el pase de sala se prolongaba mucho.
La consecuencia de todo esto es un ejercicio de la medicina lento y lleno de retos diagnósticos y terapéuticos, que exige un mayor esfuerzo y concentración de lo habitual, explotando recursos y habilidades clínicas, al carecerse de herramientas diagnósticas sofisticadas. Nada fácil, sobre todo al principio, pues se experimenta un intenso choque cultural. También porque el personal sanitario ejerce sin un sentido de urgencia, quizás por esa misma ausencia de medios. Un procedimiento que en España consideraríamos necesario ejecutar de forma inmediata (por ejemplo, una punción lumbar para extraer líquido cefalorraquídeo ante una sospecha de meningitis), puede demorarse varias horas por razones variopintas: la aguja necesaria no existe o no se encuentra, o está en un almacén y nadie sabe dónde está la llave, o el responsable no está, o la familia no puede pagarla…
Ante las dificultades
En medio de esas dificultades, ofrecí lo poco o mucho que pudiese saber, sugiriendo diagnósticos alternativos o menos usuales en ese medio, intentando ampliar el horizonte de pensamiento de los médicos locales y transmitir el concepto de que ejercer una medicina pobre (es decir, con pocos recursos) no equivale a ejercer una pobre medicina.
Siempre aprendo mucho en África: viendo cómo trabajan los médicos locales, tratando enfermedades en las que son mucho más expertos que yo (por ejemplo, los casos de malaria grave en adolescentes), exprimiendo los datos clínicos para alcanzar un diagnóstico y observando la paciencia y resistencia con la que la población afronta la enfermedad y la muerte.
Realidades paralelas
Además, en Uganda veo no pocas realidades –no todas buenas– que me remiten a nuestra vida y problemas de aquí; por ejemplo, las dificultades con las lenguas son una imagen invertida de nuestro país, o cómo la asociación entre una lengua y la violencia me recuerda a nuestro pasado reciente. La vida cotidiana en la Uganda rural también enseña no pocas cosas, pero dejo para otro día la narración de otros hechos de mis días ahí.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.