La coral ataca el ‘Aleluya’ antes del evangelio. El diácono, de una cierta edad, se acerca al obispo, se inclina profundamente ante él y le dice: “Bendíceme, padre”. Y el joven obispo le bendice. Nada de particular, simplemente lo que el ritual establece para el momento. Nada especial si no fuera porque el diácono es el padre del obispo y el obispo es el hijo del diácono.
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Esto sucedió el sábado pasado en la eucaristía de instalación de Nicolas L’Hernould como arzobispo de Túnez. No pude dejar de emocionarme, por más que, para mí, llovía sobre mojado. Yo ya fui testigo del encuentro entre el diácono-padre y el obispo-hijo en la ordenación episcopal de este último, que, por cierto, fue mi estreno como presidente y administrador del sacramento del orden.
Aparte de lo curioso y emotivo del caso, a mí me ha servido para reflexionar y sacar algunas conclusiones que no me resisto a compartir:
- La belleza de la vocación del diaconado permanente. Resulta hermoso poder contemplarlo no tan solo ni principalmente como una etapa de paso hacia el presbiterado, sino como una vocación en sí misma, la vocación de servicio, el “estatus” sacramental cuya finalidad es recordarnos a todos y cada uno de los cristianos que todos somos servidores, que todos somos diáconos.
- La tristeza de constatar que esta vocación, recuperada y relanzada por el Vaticano II, no ha sido acogida con entusiasmo en todas partes. Hay obispos que no creen en ella y ni la proponen ni la promueven. Quizás porque ven a los diáconos como meros monaguillos litúrgicos y ayudantes del cura. Y para eso, ciertamente, no vale la pena.
- En el diaconado permanente, abierto a hombres casados, se pone de manifiesto que matrimonio y sacramento del orden no son incompatibles. No lo han sido nunca. Solo la ignorancia crasa o la ideología cerril pueden explicar el escándalo y el rasgarse las vestiduras de muchos cuando el papa Francisco afirmó que en la Iglesia católica hay muchos sacerdotes casados, o mejor, casados sacerdotes: la mayoría del clero de las Iglesias Católicas Orientales.
- Cuando la autoridad se concibe y ejerce como servicio, se trascienden la edad, los vínculos de la carne y los niveles de ciencia de las personas. Al joven hijo obispo y doctor no se le suben los humos a la cabeza delante de su padre, ni el padre diácono se siente humillado por inclinarse ante su hijo y pedirle la bendición.