Para muchos de nuestros contemporáneos, ‘Diálogo de carmelitas’ es solamente una novela de 1949 del escritor francés Georges Bernanos, basada en otra novela, ‘La última en el cadalso’ (‘Die letzte am Schafott’), de Gertrud von Le Fort. Le fue encargada a Bernanos por el religioso R. Bruckberger con el fin de ser el guión de una película, pero fue publicada solamente como una novela tras la muerte del autor en 1948. Los más amantes de la música recordarán también la ópera de Francis Poulenc, compuesta entre 1953 y 1956 y presentada en la Scala de Milán, con libreto basado en dicho texto. Y los más aficionados al cine recordarán la película del mismo nombre estrenada no en los años 30 sino por fin en 1960, dirigida por Philippe Agostini, era una coproducción italo-francesa.
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Sin embargo todos estos diálogos se refieren a un episodio mucho más dramático y a la vez más hermoso de lo que estas artes consiguieron reflejar, un testimonio de martirio que hoy quiero recordar porque todo hace pensar que en breve será aprobará la canonización llamada “equipolente” de estas religiosas, esto es, con un decreto y sin una ceremonia solemne como suele ser el caso.
Fue el 17 de julio de 1794 cuando 16 monjas carmelitas descalzas –a las que la Iglesia venera hoy, pero ya por poco tiempo– como beatas, fueron ejecutadas en París. Fueron las primeras víctimas de la Revolución Francesa beatificadas en 1906 por Pío X y la Iglesia las conmemora el mismo día de su martirio. Estas mujeres pertenecían a la comunidad que se había instalado en Compiègne, en la región francesa de Oise, en 1641, provenientes del monasterio carmelitano de Amies. La comunidad, que se había hecho famosa por su buen espíritu religioso, gozaba del apoyo de la corte francesa.
La Declaración de los Derechos del Hombre, promulgada sobre la base de los principios de “libertad, igualdad y fraternidad”, en París el 26 de julio de 1789, al comienzo de la Revolución Francesa, condujo paradójicamente a la prohibición de hacer los votos religiosos –castidad, pobreza, obediencia– y a la supresión de las órdenes religiosas. Según los revolucionarios, quien se consagra a Dios con votos –seguramente se le había obligado a ello– no puede ser libre y, por tanto, correspondía a la Nación liberarlo de dicha opresión. Esto es, estaban obligados a ser liberados, bajo pena de cárcel o muerte si no querían dicha liberación que generosamente les ofrecían las autoridades revolucionarias.
La Asamblea Nacional invitó a todos a regresar a sus hogares, pero autorizó a las monjas que lo desearan a permanecer en su convento, que había pasado a ser patrimonio nacional. La condición era que no viviesen como religiosos, no usasen el hábito y no formasen comunidad como hasta entonces. La Asamblea Constituyente propuso conceder una pensión a las monjas una vez que abandonasen sus comunidades.
Las prioras de tres monasterios carmelitas franceses, en nombre de las demás, enviaron su respuesta a la Asamblea Nacional: “En la base de nuestros votos está la mayor libertad: la más perfecta igualdad reina en nuestras casas; confesamos ante Dios que somos verdaderamente felices”. La Asamblea Nacional, convencida que las pobres religiosas no sabían lo que decían porque habían llevado una vida de opresión por parte de la Iglesia, les respondió enviando una hueste de oficiales a las puertas de los monasterios para ofrecerse como libertadores.
Negarse a abandonar
Los oficiales de la Revolución llegaron también al Carmelo de Compiègne, donde vivían dieciséis monjas gobernadas por la priora Madre Teresa de San Agustín. Cuando estalló la Revolución, se negaron a dejar el hábito monástico. Encontraron solamente 16 mujeres, pues tres estaban ausentes en esos días. Fueron convocadas una a una para declarar “libremente” que deseaban abandonar el monasterio. Un secretario anotó sus respuestas, por lo que su singular aventura está cuidadosamente documentada por los propios perseguidores. La Priora declaró que “quería vivir y morir en esta santa casa”. La más anciana dijo: “Llevo 56 años de monja y me gustaría tener otros tantos para consagrarlos todos al Señor”. Otra explicó: “Me hice monja hasta la saciedad y conservaré el hábito aunque me cueste sangre”. Con palabras parecidas, todas repetían lo mismo, hasta la más joven que sólo llevaba unos meses de profesa: “Nada me inducirá a abandonar a mi Esposo Jesús”. En realidad, sólo eran catorce monjas, dos eran colaboradoras laicas, pero en aquella coyuntura declararon que ellas también querían compartir la misma suerte de las monjas. Por ello, la tradición las ha considerado como dieciséis carmelitas.
Mientras tanto, la Revolución continuaba, queriendo separar al clero y a los Católicos de Francia del Papa de Roma, y pronto comenzó la persecución más sangrienta contra aquellos que no estaban de acuerdo en jurar según sus “principios”. En la Pascua de 1792, la Priora de Compiègne propuso a sus hermanas ofrecerse con ella “en holocausto para aplacar la ira de Dios y para que su paz sea restablecida en la Iglesia y en el Estado”, según una espiritualidad muy difundida en aquella época, y de la que posteriormente la Santa Sede tuvo que poner en guardia por la imagen de un Dios iracundo que fomentaba y que nada tiene que ver con la que nos reveló Jesucristo. Pero, aparte de esas exageraciones, de por sí el ofrecimiento de uno mismo por la paz y la salvación de muchos es una idea plenamente cristiana y loable si se mantiene en su justo equilibrio.
En 1792, en una masacre que duró tres días, fueron asesinadas 1.600 personas, entre ellas 250 sacerdotes en París. La Asamblea Legislativa exigió a las antiguas monjas, por decreto de 15 de agosto de 1792, un juramento de fidelidad a la nación. Muchas de ellas se negaron decididamente a prestar este juramento, ya que se oponía a sus votos de obediencia pronunciados. El 12 de septiembre, las monjas carmelitas de Compiègne recibieron la orden de abandonar el monasterio, que fue inmediatamente requisado. Las monjas fueron obligadas a dejar el monasterio, con la severa prohibición de llevar el hábito religioso y la obligación de volver a la vida civil.
En vez de ir cada una por su cuenta, se dividieron y fueron a vivir en pequeños grupos, en cuatro casas vecinas del mismo barrio, arreglándoselas para comunicarse entre ellas y observar en la medida de lo posible su regla de oración y trabajo, pero preparadas para cualquier eventualidad. Durante algunos meses pudieron asistir a misa en la iglesia contigua al convento, entrando para no ser vistos, por la pequeña puerta del lado este del edificio.
En verano del 1793, se desencadenó el llamado ‘Terror’ francés, auténtico estado de excepción jacobino. El 10 de junio de 1794 se promulgó una nueva ley represiva (‘loi du 22 prairial’). Esta ley modificó el funcionamiento del Tribunal Revolucionario de París, en particular eliminó varias garantías para los acusados (entre ellas el derecho a llamar a testigos para la defensa si el jurado consideraba suficientes las pruebas en su contra, o a nombrar un abogado de oficio), y de hecho negó la posibilidad de emitir cualquier veredicto que no fuera una sentencia de muerte o una absolución. Esta ley fue considerada responsable del fuerte aumento del número de condenas entre su primera aplicación y el 9 de Thermidor. Durante cuarenta y siete días (del 10 de junio de 1794 al 28 de julio) habría tantos condenados a muerte como en los catorce meses anteriores: Pierre-Gaspard Chaumette, miembro activo del ‘Terror’, llamó a la guillotina “un volcán de lava devorando a nuestros enemigos”. Funcionaba con un ritmo frenético, usada también para sacerdotes, religiosos y fieles cristianos en gran número, bajo la acusación de fanatismo.
Acusadas de fanatismo
Precisamente de fanatismo fueron acusadas las carmelitas de Compiègne: Denunciadas por seguir viviendo como religiosas aunque en pequeños grupos y de paisano, fueron detenidas. Para empeorar las cosas, se encontraron imágenes del Sagrado Corazón de Jesús en las casas donde vivían y la corte vio en ellas aspectos conspirativos. La devoción al Sagrado Corazón, a pesar de las apariciones de Paray-le-Monial, era poco conocida en Francia antes de la Revolución, pero se generalizó en los conventos. Por tanto, no es de extrañar que estas imágenes estuvieran en posesión de las monjas, pero al no ser muy conocida esta devoción, provocó mayores sospechas.
El 13 de julio de 1794, la Madre Teresa de San Agustín y las demás hermanas –las tres que en el momento del arresto se encontraron fuera de la ciudad se libraron de la muerte– llegaron a París y fueron recluidas en la Concergierie, cárcel que era destinada solamente a los condenados a muerte. Allí pudieron celebrar juntas –según lo permitían las circunstancias– el 16 de julio de 1794 la fiesta de Nuestra Señora del Carmen, y sin echarse para atrás para la ocasión compusieron un nuevo himno, a su Patrona, reescribiendo la Marsellesa, esto es, cambiando el himno de la Revolución por un himno de dedicación a Jesús. Sus cantos, como se puede imaginar, no agradaron mucho a sus carceleros, que vieron confirmado el fanatismo de estas mujeres.
Al día siguiente, 17 de julio de 1794, comparecieron ante el tribunal acusadas de “rebelión”, “sedición” y “opresión” del pueblo francés, cosas poco creíbles para unas cuantas mujeres indefensas, monjas de clausura y por tanto encerradas entre cuatro paredes. Ellas respondieron que no querían acusaciones genéricas, confundidas y mezcladas con la política. Cuando su acusador, Antoine Quentin Fouquier-Tinville, las llamó “fanáticas”, una de las acusadas: “¿Quiere usted, ilustre ciudadano, explicarnos qué significa fanatismo?”. Fouquier-Tinville montó en cólera y replicó: “Es ese afecto a creencias pueriles, esa tonta práctica religiosa suya”. Dicha religiosa, en nombre de todas, le dio las gracias. Luego, volviéndose hacia las demás, dijo: “Habéis oído que nos condenan por el afecto que profesamos a nuestra santa Religión”.
Sólo se citó a un testigo en el caso de las carmelitas, que no compareció. El escrito se imprimió antes del juicio y no tenían derecho a abogado, según la ley del momento. Sor Marie de l’Incarnation indicó en su relato del martirio de las carmelitas que éstas se retractaron, durante el proceso, del juramento de Libertad-Igualdad que anteriormente se les habían obligado a prestar. Este punto será retomado por varios hagiógrafos e historiadores que indicaron que la acusación citaba precisamente la “negativa a prestar el juramento. Eran las seis de la tarde del mismo día cuando, condenadas a muerte, con las manos atadas a la espalda, subieron a dos carros para ser conducidos a la guillotina.
En medio de la multitud que se agolpaba a los lados de la carretera, en su último viaje, cantaron la oración de las Completas, la oración de la noche, como hacían en el monasterio cada día. Entre el asombro y el silencio, el pueblo escuchó en silencio un silencio poco habitual en esos casos el himno ‘Te lucis ante terminum’, luego el ‘Miserere’ y la ‘Salve Regin’a cantado por las monjas. Al pie del escenario, la priora pidió morir la última, para asistir a sus hermanas como una verdadera madre. En sus manos, las monjas renovaron sus votos y besaron la medalla de Nuestra Señora. En ese momento, la Madre Teresa entonó el ‘Veni Creator Spiritus’, mientras las más jóvenes subían primero al patíbulo.
Degolladas y arrojadas a una fosa común
A medida que el himno continuaba entonándose y los cantos se hacían cada vez más tenues, sus cabezas fueron cayendo una a una bajo la cuchilla. La última en subir fue la Priora. Los verdugos vinieron a buscar a la primera, Sor Constanza de Jesús. Era la más joven de todas, una novicia. La joven hizo una genuflexión ante la Madre Superiora para pedirle permiso para morir –podemos imaginar la cara de las autoridades libertarias–, luego subió los peldaños de la guillotina, entonando el ‘Laudate Dominum’ (Salmo 116).
En la plaza, bajo el calor del sol de julio se había hecho un silencio solemne, inaudito, Uno de los comisarios de policía, al verlas caer, les dijo: “¡El pueblo no necesita siervos! Las hermanas que todavía esperaban su turno replicaron: “Pero sí necesita mártires y éste es un servicio que podemos asumir”. Sus cuerpos fueron arrojados por la noche a una de las dos fosas comunes del antiguo cementerio parisino de Picpus. De las tres monjas que habían sobrevivido por estar fuera, Sor Marie de l’Incarnation recogió documentos en los archivos de la comunidad y se reunió con las monjas benedictinas inglesas de Cambrai, encarceladas junto con las carmelitas de Compiégne, que le contaron muchos detalle de la vida en la prisión de la Concergierie.
No pasaría ni un año de la ejecución antes de que, el 6 de mayo de 1795, el nuevo tribunal revolucionario de París condenara a muerte a Fouquier-Tinville y a tres antiguos jueces, seis jurados y otras seis personas que habían colaborado con ellos en la ejecución de los carmelitas. Curiosamente fueron condenados un total de dieciséis, al igual que las monjas. En realidad se usó este caso como parte de una venganza política del Comité General de Seguridad del momento contra las autoridades anteriores. Cosas de la historia.
El famoso monasterio carmelitano fue vendido en 1795 y hoy no queda nada de él. Su emplazamiento fue ocupado durante un tiempo por la École d’état-major y el Teatro Imperial de Compiègne. Solamente desde 1994, una placa conmemora la antigua presencia del edificio de las religiosas. El proceso de beatificación se abrió en 1896 y Monseñor Roger de Teil fue postulador de la causa; en septiembre de 1896, dicho eclesiástico fue al Carmelo de Lisieux para dar una conferencia sobre las mártires carmelitas que impresionó mucho a Teresa del Niño Jesús.
El 27 de mayo de 1906, las carmelitas mártires fueron beatificadas por el Papa Pío X, curiosamente durante la Ley de Separación entre el Estado y las Iglesias en Francia de 1905, mientras que una vez más los bienes de la Iglesia eran confiscados por el Estado, y las congregaciones religiosas expulsadas. Por dicha circunstancia la noticia de la beatificación quedó un poco deslucida en la patria de las mártires, pero su memoria no se perdió con el paso de los años, hasta llegar ahora a la cercana canonización.