Hoy quiero hablar de la vida y la muerte. De la muerte desde la vida, de la vida ante la muerte. Esto es un diario, así que hoy contaré algo más personal, muy personal. De todos modos, si estamos abrazados al corazón del mundo, todo lo que contamos del mundo siempre será “personal”.
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A la muerte hay que mirarla desde la vida. Mirémosla cara a cara, como los pilotos se agarran al timón del barco y encaran la galerna. Ayer, los servicios funerarios de Madrid se colapsaron y declararon que carecen de medios propios para enterrar e incinerar a la gente. Ayer, también en Madrid, moría por coronavirus una persona cada 5,9 minutos. Las morgues están repletas y se ha habilitado la pista de patinaje del Palacio de Hielo como morgue. La misma pista de hielo en la que mi hija patinaba los sábados por la mañana. Se va configurando una nueva geografía simbólica de la ciudad, formada por los hospitales, el IFEMA, el Palacio de Hielo, las fotos del Madrid vacío… Ya hace tres días que se han prohibido los velatorios y no podemos despedir adecuadamente a nuestros muertos.
Lorenzo Sanz, ex presidente del Real Madrid, murió la noche del 21 de marzo con 76 años. Había comenzado vendiendo aguas y refrescos cuando era niño en las gradas del estado Santiago Bernabeu, y acabó amasando una fortuna y siendo presidente de ese club. Ante el desbordamiento de los servicios funerarios, ha tenido que esperar varios días para ser incinerado, como todos. Esperando, la familia estará con gente de todo tipo y condición, como los que ven un partido de fútbol. Durante la pandemia de coronavirus todos somos un poco más iguales.
Mi mujer, Paloma, dice que menos mal que su padre murió unas semanas antes. Para contar lo que hoy siento y pienso, tengo que retroceder a tres semanas antes de que comenzara la crisis, al sábado 15 de febrero. Ese día, Francia registró la primera muerte por coronavirus en Europa y en China cerraron todos los colegios enviando 280 millones de niños a sus casas. El país de la Gran Muralla llevaba ya más de 1.500 muertos y 66.000 infectados en todo su territorio. Mientras, ese mismo día, en Madrid estábamos celebrando el Congreso de Laicos y al final de la tarde, después de dar uno de los talleres –’El Reloj de la Familia’–, Paloma me llamó para que acudiera a la residencia donde vivía su padre. Entrábamos en las últimas horas de su vida.
Escalar una cima
Nos reunimos toda la familia a su alrededor. Le costaba respirar y la morfina hizo que no luchara contra el dolor. Morir siempre cansa, es como escalar una cima. Desde el final de la vida se ve el inefable paisaje del amor y los años, pero morir cansa. Uno tras otro nos íbamos acercando a su cama y le tomábamos y acariciábamos las manos. Dos semanas antes, nos habían dado un diagnóstico oncológico con tan solo unos meses de perspectiva de vida. En realidad, fueron solo 12 días. Parecía que no quería molestar, sino ser discreto, y es verdad que ese era su carácter y modo de estar en el mundo: servir y ser discreto –que muchas veces también es un modo de servir–.
Mi suegro, Francisco Marciel –Paco–, siempre fue un hombre discreto y contenido. Era navarro. Un ejemplo de hombre bueno que se encargaba de cocinar y vivía volcado al servicio a los demás. “El abuelo de los recados”, le llamábamos. Era el “Abuelo de los Cuidados”. Por eso a él le dediqué el libro ‘La revolución del padre’. Fue uno de los huérfanos de la Guerra Civil, se quedaron solos su madre y él. Lucharon en la vida desde el popular barrio de Prosperidad y trabajó en el Instituto de Migraciones, acompañando a miles de emigrantes españoles en los trenes que los llevaban a Alemania. Las historias de afecto y solidaridad con esos emigrantes le acompañaron el resto del tren de su vida. Cuando su madre tuvo que ir a una residencia, iba cada día a visitarla, y cuando su madre falleció siguió yendo durante años a hacer recados a todos los mayores y a las religiosas de la residencia. Así era él. Todo lo daba. Cuando él mismo tuvo que ingresar en una residencia por un avanzado diagnóstico de Alzheimer y le íbamos a visitar, se olvidaba muchas cosas, pero nunca se olvidaba de darnos las “gracias por venir” antes de irnos. Poco a poco iba viviendo solo en el presente.
Lo daba todo. Para él, morir fue desposeerse de lo último que le quedaba, la propia vida. Morir es desapropiarse de la propia vida. Fue su último gesto de generosidad y lo hizo con modestia, humildad, confianza también. “Es la hora de la confianza”, nos repetíamos esa noche mientras le tomábamos las manos con ternura. “Es el momento de creer”, decía mi consuegro, el pope ortodoxo Dimitri Tsiamparlis mientras esa última noche le daba el sacramento final. Dice el jesuita José Ramón Busto que “no es lo mismo morir que entregar la vida” y es una verdad absoluta. No es lo mismo morir que entregar la vida con confianza. “Es el momento de la fe”, repetía Dimitri.
Es el momento
Digo todo esto porque las funerarias están desbordadas, hay miles de familias que están perdiendo a sus seres queridos y esta crisis del coronavirus es el momento de hablar de la vida y la muerte, de “ver a donde normalmente no queremos mirar”, decía el domingo el jesuita Antonio España en la misa de ocho por Internet, desde la parroquia de San Francisco de Borja.
Es momento de hablar de la vida y la muerte. Si no ahora, ¿cuándo? “Es el momento de la Fe”, decía Dimitri y cubría el rostro de mi suegro con su estola, como haciéndole una casita que protegería su bondadoso corazón, aunque el lobo de la muerte soplase con toda su fuerza. Ese último sacramento está lleno de ternura, cuidado, gratitud, confianza.
La Fe no es una lista de creencias, sino un vínculo. Morir con Fe es morir creyendo que hay un vínculo que no solo no se rompe, sino que es lo más humano de nuestro ser. Jesús nos descubrió con su vida ese vínculo y Él mismo abrió un camino que nos hace posible recorrer. Bueno, pues mi suegro Paco también nos mostró con su muerte ese vínculo.
Más creyentes
Cuando tenía tomada la mano de mi querido suegro, recordaba la confianza paternal con la que me acogió en su casa cuando era novio de Paloma, muchas noches –yo era un doctorando que vivía solo– iba a cenar a su casa. Pedía a Dios: acógele en tu Casa también, como él hizo conmigo. Tomaba su mano en esas últimas horas y decía a Jesús: toma Tú su otra mano para que pueda caminar sobre este mar. Con su humilde y generoso modo de vivir el final, Paco nos hizo a todos más creyentes. Lo comentábamos cuando enterramos sus cenizas: “Esto nos ha hecho más creyentes, sí”.
Murió de la mano de su hijo Ignacio. Tuvimos tiempo de juntarnos en el velatorio con todos los que le querían y nos quieren. Ahora, en plena pandemia, eso nos parecería el mayor regalo para cualquier familia que pierde a uno de los suyos. Celebramos la eucaristía ese mismo día, el entierro de sus cenizas una semana después en San Isidro, el funeral en la Parroquia de Ntra. Sra. del Sagrado Corazón –él, que tenía un corazón tan grande– la siguiente semana. Era el jueves anterior a que se declara la pandemia.
Así llegamos en mi familia al inicio de la cuarentena. Sin duda, mi suegro Paco con su final nos hizo otro don: nos preparó para lo que vive Madrid en este momento. Ahora, tenemos que descender a estas experiencias de la vida para unirnos a quienes en estos momentos lloran a los suyos. No podemos reír mientras otros lloran, una parte de nuestro corazón mira al horizonte, pero otra parte se une a ellos.
Fortaleza y resiliencia
Tras esta crisis, todos valoraremos muchísimo más poder llorar y enterrar a nuestros seres queridos, no ocultaremos a los niños y jóvenes el hecho de la muerte, la enfermedad ni la vulnerabilidad. No ser conscientes de la muerte y la vulnerabilidad humana, nos hace una sociedad y personas con menor fortaleza y resiliencia.
Vivir con esperanza, resistir y fortalecer nuestra resiliencia requiere “ver a donde normalmente no miramos”, ser capaces de hablar de la vida y la muerte. No tenemos que forzar un optimismo que no mire la vida real e ignore el dolor. No es el dolor que estamos viviendo lo que debilita la esperanza, sino nuestra incapacidad para no ver más allá de la muerte, descubrir el vínculo inquebrantable de la Fe.
Una última cosa. Mi suegra no vivía en la residencia, sino en su casa, cuidada por una señora, Elsa, que procede de Guayaquil, Ecuador. Una semana antes de fallecer mi suegro, tuvo que regresar urgentemente a Ecuador: su padre había fallecido mientras estaba en el campo. Hasta dos semanas después, no pudo volver a España ni comunicar el día en que volvía. Regresaba a Madrid porque estaba inquieta por mi suegra. Al anunciarnos que venía, se enteró de que el padre de Paloma había fallecido también. Cuando invitamos a todos nuestros familiares y amigos a celebrar con nosotros la eucaristía de gracias por la vida del padre de Paloma, la celebramos también por el padre de Elsa.
Paloma nació en Madrid y es profesora de un colegio. Elsa nació en Ecuador e inmigró a Madrid. Ambas estaban unidas en el mismo momento por la dolorosa pérdida de su padre. Las condiciones sociales de ambas son diferentes, sus culturas, sus familias, físicamente son distintas, y, sin embargo, han compartido la misma pérdida, se han hermanado en esa experiencia tan profunda e indeleble. Las dos se abrazaban al mismo vínculo que nunca ni nada nos separará.
Hoy, en Madrid, en nuestro país y en muchos países se produce el mismo acontecimiento: morimos juntos seamos ricos o pobres, creyentes o no, de izquierdas o derechas, inmigrantes o nativos, jóvenes o mayores… Morimos juntos, mirando de cara a la vida. Por cierto, en este mes de marzo nacerán más de 4.000 niños en Madrid. “Unos naciendo y otros muriendo”, decía Ignacio de Loyola. Madrid, al mismo tiempo en la vida y la muerte. Miramos de cara a la vida incluso en medio de la muerte. Miramos a la muerte desde el corazón de la vida, desde el vínculo de vida inquebrantable, que nunca se separa. En esa relación somos todos iguales, todos hijos y hermanos. En esta pandemia del coronavirus nos hacemos más iguales que nunca.