Fernando Vidal, sociólogo, bloguero A su imagen
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Diario del coronavirus 18: la democracia de discernimiento


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Es la hora del discernimiento. La mayor medicina para destruir las pandemias es la conciencia: la conciencia de que solo nuestro compromiso con la sanidad mundial, la sostenibilidad medioambiental y el derecho a la vida puede proteger a nuestras familias y sociedades. Los virus no tienen patria, raza ni clase social: en un mundo de movilidad absoluta –por negocios, por turismo, por cultura– no hay muros contra los virus. Hay que liberar la conciencia cautiva.



El problema es que nuestra conciencia está muy adormecida, entrampada en simulacros de vida, drogada en carreras de gloria, emociones y poder. La conciencia de Occidente está apresada en castillos de suspicacia, juega al relativismo de todo, juzga con arrogancia desde su torre de marfil. Wuhan se veía demasiado lejos, pero en un mundo globalizado las antípodas ya son tus vecinas.

La conciencia occidental está presa dentro de un espejo donde solo se ve a sí misma. Las cosas solo existen si le pasan a ella. El Ébola no existía, el Zinka no existía, el SARS no existía o no del todo. Pasaba en las pantallas, pero no en la realidad. Eran parte de ese videojuego llamado mundo que podemos encender y apagar a voluntad. Eran siempre de otros porque esos otros son personajes de televisión, de campañas, de libros y redes, pero no tan reales como “los nuestros”. Ese Nosismo –como lo llamaba Primo Levi– es el virus más destructivo del planeta Tierra.

Tras una larga época de expansión de los Derechos Humanos, la Sociedad de Bienestar y la cooperación internacional, nos hemos cegado. Nos hemos drogado con los esteroides de los supremacismos. Nos hemos ensoñado con los opiáceos del capitalismo de las identidades que reduce la realidad y al ser humano a un mercado de postverdades.

Compromiso y deber

En el viaje de Occidente –siempre como Ulises de regreso al ideal de Atenas/Jerusalén–, de nuevo nos hemos quedado colgados en la Isla de los Lotófagos, aquel pueblo que, comiendo la droga de la flor del loto, vivía en el olvido de la historia, el presente y el futuro, sin preocupación aparente, que solo pasaban el tiempo gozando de sus sueños placenteros, en una amistad sin amor, en un amor sin personas, ajenos a cualquier compromiso y deber.

La pandemia del coronavirus ha hecho aflorar la conciencia en la gente, nos ha hecho mirar cara a cara a nuestros vecinos y sentir nuestra su vulnerabilidad, nos ha hecho valorar la entrega de nuestros profesionales, nos ha hecho aparecer la conciencia del valor de los bienes comunes y los servicios públicos. Juzga a los políticos por su servicio y motivación al interés común. Los tiempos oscuros despiertan en nosotros una dolorosa lucidez. Por eso quienes están cerca de los pobres, los dolientes y los rotos de corazón suelen ser personas sabias.

Confinados en casa, tenemos tiempo para contemplar la realidad, dejarnos impactar tanto por los dolores de la humanidad como por la esperanza de sus bondades y sacrificios. Ahora somos capaces de pensar mejor porque ponemos atención, porque estamos gravemente implicados y porque amamos más a la gente.

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El discernimiento es el amor capaz de ver las cosas tal cual son. Es la razón amorosa que ve el interior de las cosas y los acontecimientos, su intención, su naturaleza. El discernimiento es una palabra demasiado larga para lo fundamental que es: debería ser una palabra monosílaba como ver, luz, bien, cruz, flor, sol, hoz, paz, sal, sed, ser o son, y de todas ellas hay mucho en el discernimiento. De todos modos, hay algo forma de la palabra discernimiento nos pone en movimiento.

El discernimiento no es solo mirar, sino que es descubrir la sal de las cosas, el son o música que lo lleva y estructura, el ser último de cada acontecimiento, signo, asunto, de cada vida. El discernimiento es el amor conociendo, es un saber del corazón, es la más alta racionalidad humana: aquella que distingue los cuidados, que ve lo esencial, que señala el bien común. El discernimiento no es inteligencia artificial ni la arrogante razón de Estado, no es cálculo frío ni subjetivismo relativo, no es una razón mínima ni la verdad sin ciencia ni conciencia.

El discernimiento conoce amando y ama lo que conoce. Nace del abrazo compasivo y profundo de las cosas, incluso de las personas cuando hacemos lo que entristece o hasta causa horror. Nos abrazamos en nuestra limitación, a nuestro ser caído una y otra vez. Nos abrazamos para sostenernos y levantarnos.

Examen de conciencia

El coronavirus nos ha llevado a todos a un profundo examen de conciencia sobre el valor y lo esencial de nuestra vida. Ha puesto a toda la Sociedad de los Balcones a valorar prioritariamente el amor de quienes sirven a la sociedad. Somos más conscientes también de las mentiras, del ridículo de los líderes supremacistas, de los males de la lógica de la división y la desconexión de la fraternidad. En este periodo estamos descubriendo la Cultura de Discernimiento: llamar a las cosas por su nombre, ver de corazón el corazón de las personas y los hechos.

Vivir encerrados en casa tiene un efecto campana. Cuando estás dentro de una campana, todo suena más. Oyes más tu respiración, tus latidos y si hablas retumba. También dentro de casa todo se potencia: percibes con mayor fuerza tus sentimientos a lo largo del día, los detalles. Vivir confinado es vivir en una lupa. Todo lo que antes era pequeño es más grande. Tenemos que tener cuidado con no magnificar los roces, los malos gestos, las palabras inoportunas. Démosles su lugar: se hacen grandes porque estamos dentro de una campana. Aprovechemos lo que tiene de bueno: podemos conocernos mucho mejor, captar mejor cómo estamos interiormente, cómo sentimos, las microrelaciones. Nos hemos encogido y nuestra casa ahora tiene el tamaño del mundo. Es paradójico: ahora que estamos dentro de casa, estamos más cerca de todo el planeta. La cuarentena sí que es realidad ampliada.

Es la hora del discernimiento personal y familiar. Es un momento oportuno para mirarnos, observar, explorar el paisaje interior de cada uno, preguntarnos, ver cómo impacta en cada uno el coronavirus. Un analizador es ese papel que metes en el agua incoloras y torna su color, te dice lo que es. Pues toda esta crisis del coronavirus también es un analizador: revela cómo somos cada uno, de qué color y sabor, cómo sentimos, pensamos, qué nos mueve y qué se nos mueve por dentro. Es un periodo extraordinario que nos hace sufrir y llorar, pero también saber si ponemos no solo los ojos y el oído sino el corazón en ello.

Discernimiento como estilo de vida

El discernimiento no es un proceso que ocurre cuando hay que decidir algo, sino que es un estilo de vida, forma parte de nuestro modo de vivir sabiendo y saber vivir. Necesitamos vivir en esa Cultura del Discernimiento que nos hace ver con profundidad, valorar el amor que hay en las cosas, hacer que la verdad tenga forma de bien. Entonces, quizás el arte dejaría de ser valorado por su precio y los libros por lo que venden y la ciencia por el poder que alcanza, su número de citas o el puesto en que se vende en el mercado de la academia. Entonces, puede que la telebasura quede sola y quien insulta no tenga más votos, puede que el corrupto no tenga más seguidores en redes y que las profesiones no sean juzgadas por lo que ganas sino por lo que sirves.

La Cultura de Discernimiento nos permitiría ser capaces de ser una opinión pública que no se mueva a golpe de lema y tripa, sino que es capaz de separar el grano de la paja, de distinguir la manipulación informativa.

Entonces probablemente volveríamos a leer literatura y ensayos de verdad y no solo libros comerciales escritos con mil palabras, a estar suscritos a revistas, a dedicar más tiempo a mirar un cuadro que a sacarle fotos, volveríamos a recorrer humildemente los campos y recuperar a los clásicos. Volveríamos a conversar sobre todo, como Galdós, con tolerancia y fraternidad. Buscaríamos tener relaciones en todas las clases sociales, ambientes, ideologías, estéticas, creencias religiosas, estilos de vida. Sobre todo buscaríamos el encuentro con quien sufre, con quien habita en los límites y tensiones de la vida. Seríamos sutiles para apreciar, tendríamos buen gusto, daríamos tiempo a seguir aprendiendo, a recuperar lo olvidado, a mirar el horizonte como quien busca la tierra prometida.

Rezar como ellos

Volveríamos a rezar, sí, a rezar como Machado cuando habla solo, laicos e inclusivos, seculares y reales, como Nietzsche al dios desconocido (Al Dios desconocido: suyo soy y siento los lazos… quiero conocerte, Desconocido, tú que ahondas en mi alma/ tú que surcas mi vida cual tormenta/ tú, inaprehensible y mi semejante… para que tu voz vuelva a llamarme), rezar como Unamuno, como Concepción Arenal y como María Zambrano, como Zubiri y Ellacuría, como Maximiliano Kolbe encerrado y Bob Dylan libre, como Oscar Wilde, la Pardo Bazán, como Chillida, Fisac, Denise Levertov, Rothko, Loyola, Tolkien, como Bruce Springsteen, Flannery O’Connor, Cézanne, aprenderíamos de nuevo a rezar de un modo nuevo con Seamus Heaney, Chesterton, John Lennon (mirad su última canción dedicada a su hijo), Morricone, Böll, Copérnico, Pasteur, Mendel, Newton, Leibniz, Lévinas, rezar como ellos, como Van Gogh, Bonhoefer, Sophie Scholl, Husserl, Mounier, Obama, Alberto Hurtado, Dorothy Day, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Damián de Molokai, Rosalía o el papa Francisco. Como ellos y como muchos.

El discernimiento solo puede ser espiritual porque la espiritualidad es relacionarnos con la realidad tal cual es en su crudeza e inmediatez, con sus estructuras más profundas y la ternura de su fragilidad, con la realidad tal cual es en nuestras entrañas, en el cosmos, entre los mares, montes y casas del planeta. Ser espiritual es ser radicalmente realista.

Necesitamos construir una democracia que tenga el discernimiento público, el saber del amor y el amor al saber en el centro. Eso nos llevaría a elegir a gobernantes y líderes más sabios y servidores del bien común. Sería prioritario formarnos como ciudadanos, encontrarnos y conversar cívicamente, fortalecer la sociedad civil. Dedicaríamos más tiempo e inteligencia a la deliberación pública, seríamos más razonables y compasivos, invertiríamos mucho más en educación, investigación y cultura. Regeneraríamos nuestros modos de celebrar y festejar juntos. Dialogaríamos más con quien no conocemos, los tuits nos harían pensar más y no solo seguiríamos a quienes piensan como nosotros.

Solo una Democracia de Discernimiento nos dará la seguridad vital y nos hará una sociedad sostenible. La Sociedad de Riesgo solo se supera por una Democracia de Discernimiento. Las postverdades las desnudaremos con ese discernimiento personal y público. Esta pandemia que nos ha trastocado la vida a todos y perderla a muchos, nos debe hacer más profundos, colectivamente inteligentes, que sepamos que la verdad es un bien común, darnos el amor de la razón, hacernos mujeres y hombres de discernimiento.