Ayer regresó la abubilla a nuestro barrio de Manoteras. El barrio se llama así porque el siglo pasado era un vertedero –de hecho casi hasta el siglo 21, una parte del barrio siguió siendo la mayor escombrera de Madrid– y había mujeres que rebuscaban con sus manos en la basura, buscando residuos que reciclar. Por palpar con sus endurecidas y heridas manos, esas manotas con las que trabajaban en lo peor, se les llamó las manoteras. Al menos esa tradición hay en el barrio. Ha vuelto la abubilla. Hacía mucho tiempo que no la veíamos. Es un ave tan sensible como delicada. Creemos que la invasión de cotorras la había desterrado. El ayuntamiento nos ha liberado de muchas cotorras y la abubilla ha debido apreciar una especial tranquilidad en Manoteras por el confinamiento. Anoche Paloma la escuchó y enseguida me llamó. ¡Ha vuelto la abubilla! Recuerdo cuando recién casados la escuchábamos desde la cama y había en ella algo de epifanía.
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Refugio antitornados
Conocemos alguna familia que abandonó Madrid en cuanto cerraron los colegios –por cierto, él es médico– y se fue a vivir a una segunda residencia a un pueblo de Segovia. Están aislados, pero con Internet, claro. Nosotros nos hemos quedado en Manoteras esperando, pero también siento que, excepto a las ocho de la tarde cuando salimos a aplaudir, es como si estuviéramos en una solitaria casa de la montaña. Cada piso se ha convertido en un lugar lejano y aislado.
Cada alma se ha encontrado con la vida, con lo esencial. Cada familia ha vivido como en un refugio anti tornados, esos búnkeres en los que se encierran las familias bajo tierra cuando acecha un ciclón. El 2 de marzo, poco antes de encerrarnos, hubo un tornado en Nashville (Tennessee), que causó 26 muertos y una destrucción general de propiedades e infraestructura. Pensemos en cómo debe temblar todo cuando pasa por encima el tornado arrancando las cosas de raíz y llevándoselas por los aires. Así ha está pasando por encima de nosotros el coronavirus. Se ha llevado por los aires miles de vidas, trabajos, empresas, ahorros, techos.
Un puente intergeneracional
Gracias a Dios hemos estado todos hiperconectados y ha habido muchas iniciativas comunitarias. Pienso en la red especialmente juvenil de Bokatas, que durante toda la pandemia no solo ha seguido haciendo sus rutas de calle para atender a las personas sin hogar, sino que las ha reforzado. En Madrid también han seguido a pie de calle Solidarios o la Comunidad de San Egidio. Desde el primer momento han tenido una avalancha de otros jóvenes que querían comprometerse en ayudar a la gente de la calle y eso es un signo de esperanza que me emociona. Tengamos la edad que tengamos, tenemos que unir nuestras vidas a todos los constructores del bien más jóvenes, para formar un gran puente intergeneracional.
Para sobrevivir a la pandemia estamos movilizando todos los fondos que tenemos y vamos a crear una deuda que pagarán las generaciones futuras, los que hoy son jóvenes y sus hijos. Vamos a estar pagando esto durante dos generaciones. Cambio de que tengan que pagar la respuesta a esta pandemia, debíamos dejarles el planeta en las mejores condiciones posibles. Ese es el compromiso con las generaciones futuras: ellas pagan nuestra salud y nosotros mejoramos la sostenibilidad del planeta que hereden, que incluye su salud. Si van a pagar por esto, no les hagamos pagar inútilmente ni doblemente. Si mis hijos y los niños que están naciendo ahora van a pagar esto, no les hagamos respirar un aire envenenado en las ciudades. Es lo menos que podemos hacer por ellos.
Al otro lado, están los mayores, que son los grandes perdedores de esta pandemia. Todos hemos visto con nuestros propios ojos cómo se arbitraban medidas que trazaban una raya entre la vida y la muerte recurriendo a una edad: 80 años. El modelo residencial de mayores debe cambiar. Ya hace tiempo que hemos señalado otros modelos más comunitarios, menos colectivizados y más activos que tienen mejores tasas de morbilidad y satisfacción subjetiva tanto de los mayores como de sus familiares.
Ese compromiso con mayores, jóvenes y niños tiende un puente intergeneracional que debe formar parte de esa alianza del coronavirus que debemos comprometer y firmar entre todos. Eso nos debe hacer vivir desde un profundo sentido intergeneracional, con conciencia histórica.
Conciencia esférica
Mi buen amigo Javier San Román siempre dice que tenemos que tener una mirada esférica: mirar todo integralmente y unirlo en su punto más profundo, que está en el interior de cada uno de nosotros y que al final nos une a todos también. Esa conciencia esférica es crucial en este momento de la historia de cada uno de nosotros y de la Historia –con mayúscula– de la Humanidad.
Generalmente tenemos una conciencia sectorial o en cuña: vemos una parte e ignoramos el resto. Otras veces tenemos la conciencia de los quesitos: vemos distintos sectores, perolos tenemos envueltos y no los conectamos entre ellos. En muchas ocasiones padecemos una conciencia encerrada: no vemos más allá del centro en el que estamos y el exterior son espejos que reflejan nuestros propios intereses, somos autorreferenciales. Y hay quienes tienen una conciencia de pavo real: vemos las cosas de fuera, pero no las conectamos con el corazón porque tenemos un enfoque demasiado ideológico o pensamos de un modo y vivimos de otro. La que necesitamos ahora es la conciencia esférica y esa conciencia de puente que une a las distintas generaciones y distintos horizontes –creyentes o no– existenciales.
Los seres inmensos, de Caspar David Friedrich
Generalmente estamos en casa con la familia y hemos estado unidos unos a otros, preocupados por la salud, leyéndonos, escribiéndonos, telereuniéndonos, trabajando juntos… Pero en esta pandemia también ha habido una profunda experiencia de soledad –no aislamiento–, de cada persona con una realidad desbordante, con el sentido de todo esto y de la vida, atónitos ante la muerte sobrevenida para tanta gente, sacudidos por muchos sentimientos y pensamientos distintos, profundamente atentos, conectando lo más íntimo de nuestra vida con cada cosa que ocurría en casa o en el mundo.
Cada uno de nosotros y nosotras nos hemos puesto cada uno en pie como aquellos hombres y mujeres de los cuadros de Caspar David Friedrich. Me refiero a obras como ‘El caminante sobre el mar de nubes’, de 1818; ‘Mujer frente al sol poniente’, de 1818; ‘Monje en la orilla del mar’, de 1808 y el muy impactante ‘Mar glacial’, de 1816. Todos los tenemos en mente más o menos, o están en Internet.
Hay en lo que vivimos un fuerte sentido de soledad de montaña, desierto, playa vacía o mar abierto, una experiencia de gran horizonte, cielo y abismo. Es una vivencia abismal en gran parte por el enorme descalabro humano y material, por habernos visto arrojados al retiro a nuestro hogar y nuestro interior. Nuestra alma se ha encontrado sola en la inmensidad, con la responsabilidad de hacernos cargo de verdad de nuestra vida.
El Coloso
Hemos visto la mortandad cara a cara: masiva, desnaturalizada, similar a la de esos cuadros medievales de la Peste Negra. No tan devastadores: nos hemos asomado a ello, pero nos hemos estremecido y todos hemos perdido. Algunos todo, otros muchísimo, todos algo importante. Si no sientes que has perdido, revisa tu corazón, porque hay algo que no está y todavía no lo sabes. Nos hemos encontrado cada uno con un duelo gigantesco.
Como en el cuadro ‘El Coloso’ de Goya –o un pintor de su escuela–, se ha levantado ese coloso de nuevo, con los puños apretados y ha sembrado el desastre, golpeando sin conocimiento.
Hemos atravesado este campo de brasas descalzos y juntos, pero también cada uno consigo mismo ante la inmensidad de la existencia. Al final la vida, en último término, es cada alma con Dios.
Experiencia de inmensidad
Uxío Novoneyra (1930-1999) es un poeta gallego que a muchos nos llevó a lo profundo. Su poesía es la experiencia de las montañas más hondas e interiores de Galicia, Los Ancares, y, muy especialmente, la sierra lucense del Courel. Ayer leía su ‘Libro do Courel, Os Eidos’, que fue elaborando desde 1952 a 1981. Su primer poemario, roca sobre la que se levanta su obra, la tituló ‘Poemas de Dios y Courel’ (‘Poemas de Dios e Caurel’, 1950-51)
“COUREL dos tesos cumes que ollan de lonxe!
Eiquí síntese ben o pouco que é un home”.
(“Courel desde tus cumbres que miran de lejos, / Aquí se siente bien lo poco que es un hombre”)
Durante la pandemia no nos podemos esconder de las preguntas mayores. O ha habido que hacerse mucho el loco para no hacérselas. No ha faltado una nueva fiebre de hiperactividad laboral, social y televisiva con la que poder papar esas preguntas con hojarasca. Pero el golpe ha sido demasiado duro para que las evitemos.
“Cruza solo a serra toda
Sin levar outra compaña
Que a gran presencia do ceo
Sobre o silencio da braña”.
(“Cruza solo toda la sierra/ sin llevar otra compañía / que la gran presencia del cielo / sobre el silencio de la braña”, que son los pastizales de alta montaña)
Realidad ampliada
Las muertes y la primera línea de lucha contra el Covid-19 no nos ha implicado todavía directamente a muchos de nosotros, aunque sí ya hemos tenido a familia y amigos afectados y batallando cuerpo a cuerpo. La escala de vida de la mayoría está cerca y cercada, es doméstica. Vivimos en el pequeño mundo, como si no solo nos hubieran confinado sino también reducido de tamaño y toda la casa se ha hecho mucho más grande. Cada cosa se ha hecho mucho más grande. Sonidos de pájaros, árboles, vecinos o nuestra propia familia, ahora suenan amplificados. ¿Nos damos cuenta de lo mucho que suenan los platos en la cocina? ¿Hemos descubierto que hay alguien en el edificio al que le gusta la copla? No es que suenen más, sino que hay menos ruido para camuflarlos. Incluso las cosas que suenan bajo ahora las sentimos y somos capaces de entender lo que nos dicen. Vivimos en la verdadera realidad ampliada, no la de las gafas, sino la de la atención.
“FALA a tarde baixiño
i o corazón sínteo”
(“Habla la tarde bajito / y el corazón lo siente”)
En la boca del lobo
Hemos estado en la boca del lobo y seguimos todavía entre sus dientes. Aunque parece que mucha gente se ha relajado (en mi barrio ya veo a niños, jóvenes y gente por la calle que no van a trabajar ni comprar), seguimos en la boca del lobo. En Madrid siguen muriendo 145 personas diarias: es como un accidente aéreo muy grave cada día (en el de Spanair de 2008 perdieron la vida 154 personas). En España muere una persona cada 5 minutos y en el mundo cada 15 segundos (ya llevamos 120.567 víctimas).
Ha habido en todo esto mucho de Contemplación del Infierno. Me contaba una amiga que sus padres vieron el mismo día que se llevaban al vecino de arriba muerto y al de abajo en ambulancia. Y, a la vez, el poder de la vida con todas sus luces. Me contaba mi amigo Alberto ayer que estaba desgarrado por la muerte de su tío, con quien tenía una relación muy íntima, pero, a la vez, su prima e hija de ese tío, está embarazada y dará a luz este junio. En Madrid han muerto por coronavirus en marzo unas 7.000 personas y, seguramente, habrán nacido más de 4.000. Sus padres se han alegrado en medio de la catástrofe. La vida se abre paso como el diente de león entre los adoquines y nos da una nueva oportunidad como Humanidad.
El dolor que ilumina
Decenas de miles han perecido y seguiremos perdiendo muchas vidas entre nosotros. Ahora nos han convertido en sus testigos. Estamos comprometidos con ellos para recordar todo lo ocurrido y por qué, y qué hicimos y qué fuimos capaces de hacer para que no murieran. Tenemos que dar testimonio del mal y el dolor, de los nombres e historias que recordemos, y también ser testigos de tanto bien entregado, de tanta belleza en momentos de desolación y de tantas cosas que son de verdad. Estos momentos de profundo dolor también nos hacen lúcidos, hay una Noche Oscura que ilumina nuestro corazón como una antorcha.
“Agora o meu cor é unha chaga encendida”
(“Ahora mi corazón es un dolor encendido”)
Hemos estado contenidos para no esparcir el dolor, para poder mantenernos fríos, pero es momento de comenzar a llorar en alto, de empezar el duelo. Ahora que todavía el contexto favorece el recogimiento, que todavía no estamos del todo distraídos, es momento de mirar con los ojos bien abiertos, de dejar que el corazón se exprese con libertad. Es momento de la mayor inmensidad. Inspirémonos en esos cuadros de Caspar David Friedrich y encontrémonos uno a uno con el Todo, el alma con quien es Todo.
“Tendo o meu silencio / e paro o tempo…”
(“Extiendo mi silencio / y paro el tiempo”)
No nos aceleremos, paremos el tiempo con eternidad: cada minuto está lleno de eternidad. Habitemos el duelo, no corramos de puntillas sobre las brasas, vivamos con los pies en el suelo. Dejemos que la realidad y las víctimas nos lleguen al corazón, dejemos que entre en nosotros la voz de tantos que tienen miedo en ellos suburbios del planeta. Dejemos que entre hasta nuestro tuétano el milagro de tanta bondad, la multiplicación de las mascarillas y los respiradores. Aprovechemos que todavía tenemos la escala de lo pequeño, la conciencia esférica de quien ve toda la inmensidad unida en su corazón.
“Hora en que todo é unha sola cousa!”
“Ahora en que todo es una sola cosa”, ¿no oís también vosotros que ha regresado una abubilla a vuestro barrio?