Conforme avanzan las semanas de pandemia es posible ver el rastro de calamidades que deja detrás, igual que el paso de un tornado. Ya sabemos que los grandes perdedores de esta crisis han sido los mayores en residencias. Han puesto la mitad de los muertos. También sabemos quién va a ser el otro gran perdedor: los trabajadores precarios de este país cuyos contratos se han visto rescindidos o congelados y que no van a poder incorporarse a otros empleos. Es doblemente injusto.
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Primero, porque se ven sometidos a una estructura económica que les mantiene en condiciones laborales precarias. En España se ha formado una desproporcionada bolsa de precariado que hace nuestro país especialmente frágil ante situaciones como la que vivimos. La precariedad laboral no aporta flexibilidad al mercado laboral, sino que reduce la cualificación, inestabiliza el consumo, impide el ahorro y mina el compromiso de los trabajadores con las compañías. La precariedad ha hecho que el principal problema de las empresas sea la implicación de sus trabajadores.
Es un hecho que en nuestro país hay abuso de la temporalización. En 2019, solo tenían contrato indefinido el 48% de las personas afiliadas a la Seguridad Social –personas trabajando en España con contratos legales–. Si somos conscientes de que existe en torno a 25% de economía sumergida, en la que no existe ni un solo contrato legal, sino que son todos precarios, la balanza se desequilibra todavía más.
El papel de los ‘subempleados’
Pero el alto precio que va a pagar el precariado de este país es doblemente injusto porque ellos han sido mayoritariamente los que han sostenido los servicios esenciales durante la pandemia. Pienso en los cajeros de los supermercados, los reponedores, el castigado mundo del transporte de carretera (es, además, el sector con más accidentes laborales mortales), los auxiliares del mundo sanitario, el personal de cuidados de residencias, el personal de asistencia doméstica que han cuidado a nuestros mayores y personas dependientes en sus hogares, los empleados de la limpieza… Este país se ha sostenido durante la parte más cruda de la cuarentena gracias al trabajo mal pagado y precario de decenas de miles de subempleados.
Los trabajadores de la limpieza en IFEMA quedaron sobrecogidos cuando vieron que su precariedad laboral se veía reflejada en la precariedad que sufrían los sanitarios para tratar de atender a los enfermos. En El Independiente, cuenta un jefe de servicio de limpieza que los sanitarios les pidieron los palos de las escobas y recogedores para improvisar soportes donde colgar los goteros. La limpieza ha salvado vidas y lo han hecho en trabajos generalmente subestimados, infrapagados y con poco recorrido.
La misma empresa que sacaba pecho por limpiar el IFEMA con su personal, fue acusada a comienzos de 2018 por emplear a las trabajadoras de residencias de mayores -subvencionadas por la Comunidad de Madrid- pagándoles 620 euros al mes, con turnos rotatorios y reducciones de jornadas que obligan al pluriempleo. De esos polvos, estos lodos. Una auxiliar de enfermería trabaja todos los días a jornada completa en una residencia para personas con Alzheimer sostenida por fondos regionales y gestionado por una de esas empresas de multiservicios: cobra 618 euros mensuales. La hiperexplotación se ceba especialmente con las mujeres. Hay enfermeras que encadenan hasta 361 contratos anuales.
Cambiar la situación
La precarización neoliberal del personal de las residencias ha conducido a la catástrofe por la vulnerabilidad laboral de los trabajadores, su queme, su descualificación, la altísima rotación y el establecimiento de un ecosistema laboral enfermo en cada una de las residencias. Los grandes accionistas y directivos de dichas empresas siempre quieren ganar más presionando la hiperexplotación de cada trabajador, cada residente y los servicios. Conclusión: 10.000 muertos por ahora.
Sin embargo, esas personas hiperexplotadas ponen, encima, todo su amor a los residentes. Cualquiera de ellos que tenemos experiencia, podemos afirmar que esas mayoritariamente mujeres y mayoritariamente emigrantes, extreman el cariño y cuidado. Son tratadas mal y devuelven bien a aquellos a quienes cuidan.
Para poder responder a la movilización masiva logística que ha habido que hacer, se ha reclutado sobre todo a ese sector precario. Mahmed, por ejemplo, trabajaba en un hotel que envió a su personal a casa. Es un joven que ha tenido dificultades para incorporarse al mercado laboral, pero conservó el ánimo y buscó oportunidades. Fue contratado por una gran superficie como preparador de pedidos. Me conmueve lo que nos cuenta: “es verdad que tenía miedo, pero pude poner mi granito de arenas”. Pese a tener subempleos, el corazón de este joven de origen magrebí se sintió agradecido por poder contribuir al cuidado de la gente de este país. ¿No os genera un enorme contraste la precariedad de su trabajo con la entrega y cómo venció su miedo al contagio? Hay algo ahí que nos llama a cambiar la situación.
Un esfuerzo especial
Mucho de ese personal ha desarrollado su labor muy en contacto con el mayor dolor: quien limpia la cama de un muerto, quien le lleva a las cámaras mortuorias, quien ayuda a hacer sus necesidades más íntimas a los enfermos… Lejos de premiarlos con salarios dignos por hacer las labores más duras y dolorosas, les mantenemos en situaciones límite que rozan la exclusión social.
¿Aplaudimos a la enorme masa de trabajadores y trabajadoras que han sostenido este país en sus horas más oscuras y siguen haciéndolo? ¿Les seguimos luego mandando a trabajar con esos salarios exiguos, condiciones leoninas y situaciones laborales que hacen difícil sostener un proyecto de vida?
Este país debería hacer un esfuerzo especial por transformar en el curso de la recuperación la calidad el trabajo. No puede ser que encima la depresión económica que ya estamos sufriendo y se va a profundizar, resulte en una todavía mayor explotación y precariedad de quienes en los momentos en los que todos éramos más vulnerables, nos lo dieron todo arriesgando su propia salud cada día.