Segundo paseo, otra hora de ladrillos y flores. Salgo de casa y hay un nuevo signo de que la pandemia amaina: acaba de reabrir uno de los chinos del barrio. Un kilómetro son diez minutos andando de frente. Me salgo de la acera y subo a las pequeñas lomas que flanquean la circunvalación de la M-40. Subo por un sendero abierto por los pies de la gente, pedregoso y difícil de caminar. Me fijo durante el camino en lo mucho que hay por arreglar. La reconstrucción comienza por aquí, por la microciudad. Si cuidamos el barrio, cuidaremos el mundo. El confinamiento ha sido una desgracia y también una pedagogía que nos ha enseñado muchas cosas. Necesitamos seguir haciendo experiencias de pedagogía ciudadana, porque necesitamos reaprender a vivir y a vivir juntos.
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Habría muchas opciones para humanizar el barrio, pero “espera, espera…” -me dije mientras caminaba-, “si hubiera que comenzar la reconstrucción, ¿por dónde habría comenzar?”. Para salir del confinamiento de las casas hay que salir primero del confinamiento anterior, del Gran Encierro del que veníamos. Hay una excarcelación interior que tenemos que hacer. Todo comienza por el interior de cada uno.
Los hilos de los que cuelga el mundo
Flotante en el espacio sideral, todo nuestro planeta cuelga por un hilo del interior de cada uno de nosotros. Vivimos ya en el Antropoceno: le damos forma al mundo, podemos cuidarlo o podemos destruirlo. Es un hilo invisible de amor que va desde nuestra más profunda intimidad al centro de la Tierra.
Cada persona es decisiva, tú y yo. Es un hilo frágil, se puede romper con facilidad. También se puede reparar. ¿Vas y voy a ser decisivo? ¿Cómo hacer que cada acto, encuentro, pensamiento o plegaria sean decisivos? Podemos hacer que el núcleo del planeta sea un corazón o un horno crematorio. Podemos hacer que nuestro barrio sea un solar abandonado como los de Ciudad Juárez o una comunidad de cuidados como el ecobarrio Hammarby Sjöstad de Estocolmo (antes un suburbio industrial).
El ángel exterminador
Pero vayamos más profundo. Si hubiera que pensar en un Plan Integral de Reconstrucción Post-Covid19, ¿por dónde comenzaríamos? Hoy, la profesora de cine Amparo Martínez, de la Universidad de Zaragoza, nos recuerda en El Heraldo de Aragón a Buñuel en relación a la pandemia y su magistral película El ángel exterminador. Recordemos el argumento: un grupo de la alta burguesía va a celebrar una cena a una mansión tras un concierto y se queda encerrado en el comedor. Las puertas están abiertas, el personal de servicio puede entrar y salir libremente, pero ellos no. Dice Amparo en la entrevista que le hacen: “‘El ángel exterminador’ de Buñuel nos obliga a revisar nuestras propias inercias personales y sociales. Si no, terminará sucediéndonos lo mismo: saldremos para volver a estar encerrados en nuestros errores”. Es verdad.
Ahora estamos confinados, pero no nos creamos que antes estábamos libres. Entramos en un confinamiento doméstico porque veníamos de un confinamiento previo. Vale, podíamos salir a la calle y volar por medio mundo, pero estábamos en un encierro. Estábamos encerrados en nosotros mismos como humanidad, no vivíamos -ni vivimos suficientemente- abiertos a la naturaleza. Nos hemos encerrado en nuestras ciudades y con demasiada frecuencia usamos el medio ambiente como mina y basurero, para extraer y arrojar nuestros residuos.
Hace dos siglos las ciudades se cerraban para defenderse de una naturaleza hostil de osos y lobos que se sentía amenazante. Ahora es a la naturaleza a la que defendemos de nosotros y la encerramos con vallas para que no la destruyamos. Hoy los lobos que han aparecido en nuestras ciudades -como un lobo en el pueblo de Formelos de Montes, de 1.600 habitantes, en Pontevedra- lo hacen con timidez y miedo. Desde que en la década de 1870 casi extinguimos a los diez millones de bisontes (de 1891 es aquella famosa foto de la pirámide de calaveras de bisontes, preparada para ser molida para pienso). Prácticamente la humanidad era un satélite del planeta Tierra, con una relación parasitaria, no simbiótica.
El ránking de Mario Bros
Vivíamos tan confinados en el individualismo que la epidemia de la soledad afecta ya a dos quintos de la población. Estábamos encerrados en un circuito de consumismo que acaba consumiéndonos el espíritu y la libertad. Hemos construido centros comerciales que sustituyen a las plazas y hemos metido a la ciudad dentro (los nuevos planes urbanísticos ya nunca diseñan plazas para la gente, sino que ponen centros comerciales). No es que las ciudades contengan centros comerciales, sino que es al revés.
Estábamos encerrados en Matrix, el videojuego en que se ha convertido la vida política, económica y cultural, pero también la personal. Nos metieron dentro el videojuego del fontanero Mario Bros que tiene que ganar medallas y martillear alimañas. Corremos tras el prestigio de las fotos del Hola, el prestigio provinciano del club (de campo, náutico, casino, etc.) o los microprestigios del cuñadismo donde al final tu vida va bien si tus amigos, compañeros, vecinos, familiares te devuelven la imagen de que vales. Toda la vida tras medallas, notas, dividendos, ránkings y corticoles.
Las medallas son de muchos tipos: experiencias, seguidores, logros, conquistas, objetos de lujo, relaciones con mucho capital (social, cultural, económico) que te hacen sentir mejor. Mario Bros va a cenas en casas de gente valiosa, va a los colegios donde la gente es “alguien”, es invitada a los buenos cumpleaños, tiene el teléfono de gente admirada… pero al final de cada partida, siempre hay una fase más y tu vida siempre acaba programada por gente que siempre está en otra pantalla exterior.
El conejo blanco
Habíamos metido la cultura dentro del cubo de la telebasura: una yincana de famoseo, espectáculo, superficialidad, postureos y juegos de reputación, que ha convertido el arte en comercio y la cultura en un casino de ludópatas. Habíamos perdido el sentido más abierto de belleza, para encerrarnos en una pasarela de zombis. Habíamos perdido la cultura libre y espiritual que nos abre al cosmos, para meternos en un laberinto de espejos. La comunidad que pintaba bisontes en el fondo de la cueva de Altamira estaba menos encerrada que nosotros.
Estábamos encerrados en una cultura laboral que exige el presentismo de estar el mayor tiempo posible en la oficina. Encerrados en la hiperactividad del conejo de Alicia que da vueltas alrededor de la absurda Reina de Corazones. Encerrados en una carrera por un crecimiento económico que no nos hace crecer, sino que engorda a valores bursátiles que poco tienen que ver con la economía real. Encerrados como galeotes para la carrera de rankings y el productivismo, encadenados nuestros tobillos a enormes bolas de oro que pertenecen a otros.
Creando valor para las bolsas de los que viven en paraísos fiscales. Añadiendo valor al accionista, pero sin acciones que realmente valgan algo para la vida real. Encerrados en un mundo de marcas tratando de poner en un rincón del gran escaparate nuestra marca personal. Estábamos tan encerrados en el escaparate del prestigio, como las mujeres prostituidas en los escaparates del vergonzoso barrio rojo de Ámsterdam.
La máscara de hierro
Estábamos confinados en ideologías cerradas, en la intolerancia al diferente, en sacristías de alcanfor, nuestras orejas producían hormigón, no cera. Ahora llevamos mascarillas, pero antes no veíamos el rostro del otro, le poníamos una careta en la que le encerrábamos por su ideología, nacionalidad, color de piel, religión, modo de vivir… Nos hemos encerrado unos a los otros tras máscaras de hierro.
Voltaire, en su obra El siglo de Luis XIV habla de “El hombre de la máscara de hierro”, un preso de la Bastilla del que se desconocía su identidad y al que cubrieron el rostro con una máscara de terciopelo o de hierro. Cuando Voltaire estuvo preso en la Bastilla, aprovechó para escribir sobre los reos más veteranos y ellos le hablaron de aquel preso, que había muerto en 1703, sin saberse quién era. El gran Alejandro Dumas imaginó en uno de sus relatos que era un hermano gemelo del rey Luis XIV. Los hechos son reales, no son una leyenda. Un hombre enmascarado sufrió prisión durante décadas, a cargo del gobernador Benigno de Saint-Mars y falleció en las celdas de la Bastilla.
¿No vivía nuestra sociedad poniéndonos demasiadas máscaras de hierro unos a otros? Las grandes divisiones de hoy en día no giran en torno a desacuerdos reales, sino que se alimentan del odio al diferente. Las redes sociales funcionan con demasiada frecuencia como una enorme máquina de homogeneización ideológica y odio a los otros. Son aquella máquina de hacer salchichas a la que los niños teníamos miedo en los colegios (la historia procede de la caza de perros y gatos urbanos que los niños hacían para algunas carnicerías en la postguerra).
La caída de Alicia
Llegamos a este confinamiento desde un confinamiento mayor. Caíamos como Alicia de Carroll por una profunda madriguera, rodeados de un montón de objetos en suspensión como muebles, máquinas, teléfonos móviles, viejas medallas, marcos de plata, colmillos de elefantes, corbatas de mil euros, candelabros, tarjetas platino… Y salimos de la madriguera para caer dentro del confinamiento de la pandemia y todo se paró. Salimos de la madriguera y entramos en esa sala cerrada con una puerta pequeñísima donde quedó encerrada Alicia y de la que solo las lágrimas la hicieron salir.
¿Por qué puerta se sale de este confinamiento? ¿Por qué puerta se sale de esta circunferencia de barrio que tiene un radio de un kilómetro cuadrado? Su área es 3,1416 kilómetros cuadrados, el número Pi… El protagonista de la película La vida de Pi, Irrfan Khan -que hacía del personaje principal en su vida adulta-, ha fallecido esta semana en Bombay. La novela, del canadiense Yann Martel (2001), nos cuenta la larga travesía de un adolescente que estuvo encerrado en un bote con un tigre tratando de alcanzar tierra firme. Si la releemos ahora es muy buen momento, nos dirá muchas cosas. Nosotros también hemos sido encerrados en una casa donde llevamos lidiando con un tigre durante ya 51 días. El tigre puede ser el virus Covid-19, pero también es el tigre de la humanidad que amenaza con devorarlo todo y es nuestro tigre interior.
Ya sabemos que el Gran Encierro de antes continúa hoy. Estar en esta sala no nos ha liberado, pero nos ha hecho darnos cuenta de que llevábamos mucho tiempo poniendo esa máscara de terciopelo, hierro u oro a nuestro rostro, al de los demás, poniéndole una máscara de mármol al mismo Dios… Se nos ha caído la careta, a la vez que tenemos que ponernos una mascarilla para cuidarnos y cuidar a los demás.
La botella marina
¿Por qué puerta salimos de esta casa y este círculo de 3,1416 kilómetros cuadrados? No por la que vinimos. En esta celda nos hemos podido quitar las máscaras de hierro, hemos sabido que las medallas de nuestro videojuego son de cartón, hemos estado abiertos más que nunca a lo que pasa alrededor, hemos salido como nunca antes a nuestras ventanas, hemos querido abrazar a nuestros vecinos, hemos vivido con el corazón abierto a historias que nos han inspirado y a las muchas víctimas que nos lo han roto. Hacia atrás está el Gran Encierro, ahora estamos en el pequeño encierro. En la cámara de Alicia hay una puerta pequeña que nos lleva a la libertad, ¿cuál? ¿Por dónde comenzamos a reconstruir? Quitándonos las máscaras de hierro.
En este segundo paseo nos hemos encontrado a nosotros mismos encerrados en una vieja botella que ha estado flotando por el océano 50 días. ¿Me atrevo a abrirla? ¿Me atrevo a salir de la botella? Llevamos en nuestro cuerpo y experiencia escrito un mensaje. ¿Abrimos la botella? Vamos a salir por esa puerta más pequeños y felices y nuestra liberación tendrá la forma de un paseo para contemplar y alcanzar el amor.