Se habla estos días del Síndrome de la Cabaña: no querer desconfinarse por miedo al contagio y a estar en lugares y con personas que no nos ofrecen seguridad. Por ejemplo, tener que volver a viajar en autobuses o avión. Sin duda la aprensión al contagio va a acompañarnos durante un largo tiempo y algunos hábitos puede que nos queden para siempre. Las puertas que podamos abrir con los codos, ya no lo haremos con las manos. El síndrome de la cabaña es probable que afecte a una buena parte de la población. Efectivamente, nos obligaron a confinarnos, pero habrá gente que tras casi 55 días enclaustrado, será desconfinado también por obligación.
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Creo también que hay otra afección que vamos a tener: el Síndrome del Cartujo. A lo largo de todo este tiempo hemos vivido con menos hiperactividad, más silencio, menos reuniones, los procesos de trabajo se han adelgazado a lo esencial. Hemos tenido más el control. Las reuniones ya no tenían que durar dos horas, se han quitado las reuniones innecesarias, muchas cosas las resolvemos por mensajes cortos, hemos podido trabajar más cómodos, nos hemos podido centrar mejor en ciertos trabajos. Las burocracias se han tenido que contener.
La escala de las cosas se ha hecho más humana, estamos en un estado de atención que nos permite apreciar lo pequeño, el detalle, ser sutiles y hondos. Quedarnos atendiendo a los jilgueros que anidan, contemplar el mundo con cuidado, pensar la realidad, rezar, comer mejor… Por mi parte no he trabajado menos, sino incluso he producido más.
Ha habido silencio, no hemos tenido que sufrir el estrés del tráfico, el ruido alrededor. Si en el trabajo hay pesados, nos los hemos quitado de encima. Si nosotros somos los pesados, no hemos tenido que dar el peñazo a nadie y el silencio nos habrá hecho mejores. Nadie ha dedicado tiempo a la conspiración, al politiqueo de empresa. Las pérdidas de tiempo se han reducido. El aire se ha hecho más respirable y no solo por las reducciones de contaminación de hasta el 75%. El cielo también tiene síndrome de la cabaña: tiene miedo a que volvamos y lo contaminemos otra vez.
¿Empobrecimiento de las relaciones?
Es verdad que las videoconferencias cansan mucho más, pero por eso mismo las reuniones se han ido haciendo más cortas y funcionales. Si quieres, ya se puede quedar después para simplemente charlar. Además, me gusta eso de apagar los micrófonos: se escucha y habla por orden, sin necesidad de perder el tiempo. Perdemos cosas, pero también ganamos. Paradójicamente, esta reducción de la presencialidad no ha supuesto un empobrecimiento de las relaciones, sino que hemos hablado con más gente, más profundamente y de lo más esencial.
Escucho a los políticos, que van volviendo a las viejas retóricas de la división y la demagogia, y me resulta insoportable, irritante. Me encanta la política y siento arcadas cuando la veo ahora. ¿Será que han cambiado? No, siguen igual. Ese es el problema. Le dio a Paloma que simplemente me he acostumbrado al aire limpio de la ciudad sin coches y ahora debo acostumbrarme de nuevo a respirar veneno. Los oiré dentro de un par de meses y ya no me dolerá lo que digan, estaremos en la polución política de antes.
No estoy proponiendo que nos quedemos confinados para siempre, pero debo reconocer que siento el síndrome del cartujo: no quiero perder la conquista del silencio, la calma, la atención, la ciudad respirable y sin ruido, la velocidad de la profundidad al hablarnos, la concentración, comer bien. Casi todas son características del conocido como ‘Slow Movement’, que tuvo su epicentro fundacional en la Plaza de España de Roma en 1986.
El paradigma de la lentitud habla de lo que hemos podido disfrutar en este confinamiento, en medio del horror de la pandemia. En 1999 se creó el Instituto Mundial de la Lentitud y el movimiento no ha dejado de expandirse. Desde hace dos años en Estados Unidos se han multiplicado lo que llaman las Comunidades Intencionales, que son nuevas comunidades de trabajo según los principios de la lentitud. La lentitud habla de contención, moderación, sostenibilidad, sencillez, silencio y contemplación, pacificación, dar más relevancia a las relaciones, la perspectiva del cuidado y no tanto la del crecer, hacer todas las cosas que hacemos de modo bello, tiempo para discernir… El confinamiento ha sido una medida de protección que ha permitido hacer una experiencia mundial de Lentitud.
La lentitud es más eficaz porque no pierde el tiempo. La lentitud es más productiva porque es humilde. La lentitud hace cosas más profundas y comunitarias. La lentitud es una mejor productora de bienes comunes. La lentitud no deja gente atrás. La lentitud es más lista porque integra todas las inteligencias. No tiene nada que ver con tener personalidades retraídas, hablar despacio ni ser parsimonioso, sino con dar tiempo a lo esencial. La ciudad lenta disfruta la fiesta, le gusta los momentos trepidantes y el éxtasis, pero vive sin ansiedad y sin la neurosis de los rankings, sin estar todo el tiempo corriendo en una escalera mecánica que va al revés. La lentitud nos abre a los más hondos y altos placeres. No consume las cosas, sino que se relaciona con ellas.
Vale, no podemos quedarnos viviendo como cartujos, con su celda sencilla, sus tiempos ordenados, sus relaciones esencializadas, su silencio sonoro, su jardín, su huerta y su regato. Pero todas esas virtudes del movimiento de la lentitud tengo la sensación que en nosotros han arraigado como si fuera un derecho.
¿Alguien está dispuesto a volver a acelerarlo todo y su vida? ¿No debería ser lo primero que deberíamos cambiar: hacer ciudades y estilos de vida más lentos? Si salimos, que saldremos, debemos remodelar los centros de trabajo, las empresas, los proyectos, las ciudades, desde la sabiduría de la lentitud. Me resulta insoportable tener que volver a meterme en la fábrica del ya. Sí, confieso que hoy tengo el síndrome del cartujo, pero sé que no soy el único. El paradigma de la lentitud es, en realidad, el paradigma de la profundidad.