Hoy vamos a conocer más a Silvia, Daniela, John, Lorna y Dennis, que son voces que nos avisan con su propia historia de la enorme caída que amenaza a personas que se encuentran al límite. Son parte del Efecto Iguazú.
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Efecto Iguazú
Quienes sufren antes el desastre, avisan a los siguientes, pero no solemos escuchar. Matteo Renzi nos avisó a comienzos de marzo que en una semana España estaría como Italia bajo el coronavirus: “Por favor, no cometáis los mismos errores”, nos dijo en la CNN, “toda Europa es una zona roja, no solo Italia”. Cuando vi la noticia, me recordó el Efecto Iguazú que contaban los trabajadores de ‘Sintel’ (nombre del documental de Pere Joan Ventura, premiado con un Goya en 2003): las aguas de una catarata parecen no moverse y quienes navegan no se dan cuenta de la gran velocidad real del río hasta que ya se está a punto de caer al vacío. Entonces, se trata de avisar a los que vienen a lo lejos, pero no hacen caso, todavía no sienten la velocidad de la corriente que los lleva. Hay que prestar especial atención a los daños de profundidad que está causando la pandemia.
La onda expansiva de la pandemia
Una parte sustancial de la reconstrucción debe ser la prevención de la depresión y el sinsentido. El trauma de la pandemia puede llevarnos a un escenario donde las crisis personales se multipliquen. En las guerras, mientras dura el conflicto, bajan los atentados contra la propia vida, pero luego se elevan. Esto es lo que cree que puede que ocurra Javier Jiménez, psicólogo de la Asociación de Investigación, Prevención e Intervención del Suicidio (AIPIS). Esto exige de nosotros un segundo plan de emergencia para salvar vidas.
La pandemia es una bomba lenta que está teniendo un impacto muy duro en las vidas de la gente y la economía, pero su onda expansiva llega más profundo de lo que nos podemos suponer. Hay una parte oculta de sufrimiento, trauma y destrucción que solo podemos combatir mediante el duelo y el compromiso en la Reconstrucción.
Mañana superaremos ya las 300.000 víctimas en el mundo, 27.000 de ellas en España. Muchos lo han sufrido en sus propias carnes y es una enfermedad que deja un fuerte trauma de dolor. Muchos más han perdido un familiar, un ser querido o alguien conocido. Los casos que hemos ido conociendo por la prensa han calado en nosotros también. En su conjunto, la experiencia de muerte masiva a nuestro alrededor –hasta 350 diarios en Madrid– nos ha metido una piedra en el corazón que es necesario ir disolviendo poco a poco. Sin duda la pandemia ha significado muerte y devastación. Hoy informa El País de que 102.000 madrileños forman las colas del hambre que se ven por la calle en las parroquias, bancos de alimentos e iniciativas vecinales. Es la parte visible del iceberg social que se ha desprendido del conjunto de la sociedad y ha entrado en una situación sobrevenida de exclusión extrema.
Tenemos que tomar conciencia de ese dolor, seguir abriendo el corazón, donde convertir esa amargura en esperanza y devolverla a la sociedad. Hay historias que necesitamos mirar con atención y cercanía, por mucho que cueste. En este caso son personas a las que no se proporcionó la red de cuidado que necesitaban dado el extremo estrés que sufrían. Nos hace conscientes de que lo importante que es cada llamada que hacemos, cada café que tomamos con alguien, cada gesto de amistad, que, a veces, salvan vidas, muy especialmente allí donde están más amenazadas. Tenemos que acercar nuestra compañía y amistad a quienes sufren mayor presión y soledad: aunque sea una pequeña atención, puede tener un gran valor. La amistad ampliada y el acompañamiento social –algo que todos podemos hacer– son parte sustancial de la Reconstrucción. Preguntémonos, ¿a quién más puedo ofrecer mi compañía? A las siguientes personas, les faltó.
Silvia y Daniela, enfermeras del Norte de Italia
Silvia Lucchetta tenía 49 años y era enfermera en el Hospital de Jesolo, en el Veneto. Un pescador encontró su cuerpo sin vida en la desembocadura del río Piave, la mañana del 18 de marzo. Llevaba dos días con alta fiebre en casa y dedujo que había contraído el Covid-19, después de estar trabajando en las salas de coronavirus de su hospital. Algunos compañeros no quisieron ahondar en la situación de desespero, sino que quisieron rendir memoria a Silvia: “Me gustaría hablar sobre todo de una persona hermosa”, dijo un enfermero. Los médicos que trabajaban con ella resaltaron sus grandes cualidades humanas, su excelente preparación y su profundo compromiso con los enfermos y el equipo. No habían detectado señales de angustia ni desolación. Todos hablaban de la luz y energía que desprendía en su trabajo en aquel hospital en el que también su padre, Silvio, había dado toda su vida de trabajo como enfermero.
El 24 de marzo, la sociedad italiana se conmocionó de nuevo por la noticia de que la enfermera Daniela Trezzi se quitó la vida. Tenía 34 años y estaba luchando en la primera línea de lucha contra el Covid-19 en la UCI del Hospital de San Gerardo, en Moza, a las afueras de Milán. Dio positivo de coronavirus y se puso en cuarentena en su casa. Era tal el estrés que sufría, que ese dato le sobrepasó. Había expresado que le agobiaba mucho poder contagiar a otros.
Las terribles desgracias de Silvia y Daniela nos duelen más por su especial injusticia: ellas, que habían estado luchando y entregando su vida por curar y cuidar a los enfermos de la pandemia, finalmente la perdieron. Es una contradicción y nos habla de las extremas circunstancias de presión en que están desempeñando su trabajo cientos de miles de sanitarios en todo el planeta, la mayoría de las veces sin protección, y sin el acompañamiento personal necesario para permitirles soportar tal estrés.
Memoria de lo concreto
¿Por qué perdernos en situaciones y circunstancias tan personales? Lo concreto, ¿por qué dar siempre tantos detalles concretos y poner la lupa en lo pequeño? Son datos de lugares que nunca habíamos escuchado, nombres de personas, sus edades, su personalidad: son microhechos, microdatos que proporcionan el carácter vivo y real de lo que pasa, hacen de una noticia un acontecimiento en nuestra vida. Los detalles hacen estar más atentos y pendientes. Nos lleva a profundizar y a mirar los rostros y los hechos. También es un ejercicio de consideración, de hacer memoria. Al leerlos o escucharlos, los llevamos en el corazón. Los llevaremos en el corazón el resto de nuestra vida, dándoles un lugar. Si nos quedamos solo en consideraciones generales, se anonimiza la catástrofe y también el bien. Quizás esto es un requisito de la reconstrucción: vivir con los pies en el suelo, en lugares concretos, allí y ahora, atendiendo a la escala de las personas y los hechos reales, ir a las experiencias de verdad, no las ideas. Me recuerda ese principio que tanto repite Francisco: la realidad es superior a la idea. Necesitamos acercarnos a las personas reales, expresar proximidad y solidaridad aunque sea a través de una comunión espiritual, sentirnos a su lado. Sigamos.
El colapso de John Mondello
Entre tantas muertes hay algunas que son estremecedoras. El 27 de abril, la prensa de Nueva York se dolía del suicidio de John Mondello, un joven paramédico de 23 años, de Queens, angustiado por las muertes que veía a diario por coronavirus y sus condiciones de trabajo. Usó el revolver de su padre -policía neoyorquino retirado-, a la orilla del río en el bulevar de Astoria (Queens). El joven llevaba menos de tres meses en el servicio de emergencias médicas y le coincidió con la pandemia. Un amigo suyo, Al Javier, reveló que Mondello era un joven especialmente alegre, pero que el caos que estaba viendo con muertes ante él sin poder hacer nada por el colapso de los medios médicos había tenido un enorme impacto en él: “Me dijo que estaba experimentando un montón de ansiedad al ser testigo de tanta muerte” y no podía salvar vidas. Un familiar dijo que era un joven con un enorme corazón y una bellísima persona.
El vicepresidente del sindicato de paramédicos, Anthony Almojera, informó que el coronavirus estaba provocando una gran devastación moral en los equipos. Mondello estaba destinado al Grupo de Respuesta Táctica, que era el que estaba haciéndose presente en las áreas con más densidad de emergencias por el coronavirus. Había estado durante semanas respondiendo sin parar a las llamadas de socorro y a las defunciones en los hogares.
Nuestra atención está principalmente fija en la evolución de víctimas del Covid-19, pero el impacto de la pandemia es mayor, hay muchas víctimas y traumas colaterales. El colapso de Mondello expresa el extremo dolor y drama sufrido en las zonas cero de la pandemia.
¿Qué piedras llevo encima?
Hace poco nos encontrábamos de nuevo a Esteban en las lecturas. Me impresionan siempre mucho las figuras en las que le representan con piedras pegadas a su cuerpo, como la pintura que Carlo Crivelli creó en 1476. En un capitel románico de la iglesia asturiana de San Esteban de Ciaño, lo presentan literalmente cubierto de piedras que quedan pegadas a su cuerpo -como lo suele representar en el románico asturiano-. Se puede leer en Hechos 7: “Dando un grito estentóreo, se taparon los oídos y, como un solo hombre, se abalanzaron sobre él, lo empujaron fuera de la ciudad y se pusieron a apedrear a Esteban…” (Hechos 7).
Todos llevamos piedras encima. Pueden ser las piedras de otros, las piedras que uno mismo se arroja encima, las piedras que la vida te va metiendo en el cuerpo, las piedras que llueven del cielo como en esta pandemia. Cargamos piedras. Nuestras maletas y bolsillos están llenos de piedras. Pequeñas, grandes, muchos guijarros. Esta pandemia es una piedra grande que pone piedras sobre los pulmones y sobre la espalda, sobre la cabeza y dentro del corazón, en los pies porque no podemos movernos de casa. Para algunos puede ser una losa que se les ha echado encima y sienten que les aplasta. Es el caso de Lorna Breen, de Queens.
La presión sobre Lorna Breen
A veces pesan demasiado, como le pasó el 27 de abril a la doctora Lorna Breen, abrumada por la pandemia, que al final ella había contraído y, desbordada, se quitó la vida. Era la directora médica del departamento de emergencias del hospital Presbiteriano Allen de Nueva York. Lorna Breen era una médica de 49 años. Su padre, Philip Breen -un cirujano jubilado-, declaró que su hija “murió como una heroína. Estaba en las trincheras, era una heroína. Ella cayó en las trincheras y resultó muerta por el enemigo en primera línea. Amaba a Nueva York y no pensaba en vivir en ningún otro lugar. Amaba a sus compañeros de trabajo e hizo lo que pudo por ellos. Intentó salvarlos a todos, y eso la mató”.
Lorna dirigía el Departamento de Emergencias en el hospital. Había contraído el Covid-19 mientras atendía a los enfermos y se retiró durante una semana y media para recuperarse. “Ella confesó que no soportaba ver morir a tanta gente, algunos antes incluso de que pudieran sacarlos de la ambulancia, pero sentía que tenía que volver a trabajar para ayudar a sus colegas”, sigue su padre. Se reincorporó y no llegó a durar 12 horas. Las condiciones de trabajo eran muy duras: turnos de 18 horas, el personal sanitario como ella dormía en los pasillos, servicios desbordados. Las ambulancias ni siquiera podían introducir en el hospital nuevos enfermos porque estaba muy lleno. El hospital la envió de nuevo a su casa y su familia se la llevó a Chalottesville, Virginia. Lorna carecía de antecedentes de problemas de salud mental.
La presión sobre el personal sanitario es enorme. Al drama de salud que atienden, se suma la presión del sistema político que falla por haber recortado recursos sanitarios, por su imprevisión ante la pandemia, por la desprotección con la que lanza a los sanitarios a curar a los enfermos y por la manipulación que hacen del heroísmo de los sanitarios que arriesgan su vida. Además, está la presión estructural que añade la desigualdad social que en todos los países mata más a las clases sociales populares y que hace sentir impotente a quien lucha por la salud de todos. Finalmente, está la presión del ambiente social. Aunque se les aplaude a los sanitarios cada día, existe un ambiente político envenenado que es incapaz de unirse en un proyecto común alrededor de algo tan grave y dramático como una pandemia. No es difícil desesperanzarse, desanimarse, verse desbordado y entrar en colapso vital. Quienes están sufriendo eso en el ojo del huracán, pueden llegar al grado de desesperación de Lorna Breen.
Dennis Ward: se duplica la ansiedad
El lunes 4 de mayo se publicaron datos sobre el estado psicológico de la población británica que ayer ha superado las 40.000 muertes por Covid-19. A finales de 2019, la Oficina de Estadísticas Nacionales (ONS) señalaba que había un 21% de personas en Reino Unido que sufría un alto nivel de ansiedad. Posiblemente influyera la polarización política y la inminente separación de Europa. En una nueva encuesta realizada entre el 20 y 30 de marzo, las personas que sufrían niveles altos de ansiedad se había elevado al 50%.
Dennis Ward era uno de esos británicos que sufría ansiedad. Tenía 82 años y se quitó la vida el 25 de abril. Su nieto James denunció públicamente que la muerte de su abuelo suponía uno de los “efectos ocultos del coronavirus”. “Parecía que estaba bien, pero la realidad era que el confinamiento le había llevado a sufrir una gran soledad, se sentía vulnerable por su edad, estaba aterrado por la posibilidad de contraer el virus y le superaba el cambio que estaba dando el mundo, que nunca volvería a ser como antes”, dijo su nieto. Dennis amaba los caballos y había trabajado en una fábrica automovilística de Jaguar Land Rover en Birmingham. No había tenido episodios de depresión anteriormente. Por el contrario, ha sido descrito como una persona alegre y era “el alma y vida de cualquier fiesta”. Le gustaba bailar rock y contar innumerables historias. “Salía cada día y siempre estaba buscando el modo de estar con su familia”. Dennis se había separado de su esposa Valerie, con quien había estado casado 60 años. Tenía dos hijos, tres nietos y una biznieta. Su fallecimiento fue absolutamente inesperado por parte de la familia. Su nieto james dice que la noticia ha caído encima de la familia “como una tonelada de ladrillos y será duro llegarlo a comprender”. Como a San Esteban, también pesa sobre ellos una gran piedra.
James conmovió a toda Inglaterra con su declaración ante la prensa: “Si estáis leyendo esto, os pediría hoy a todos vosotros que telefoneéis a vuestros familiares, abuelos, amigos o cualquier persona vulnerable para comprobar que están bien, preguntarles cómo se encuentran y cómo están afrontando toda la pandemia. Yo no encontré el momento de hablar con mi abuelo porque pensé que estaría bien y que lo vería al terminarse todo esto”.
La familia no se ha quedado solo en el dolor, sino que ha movilizado una microcampaña de captación de fondos en memoria de su abuelo y a favor de la ONG Mind Mental, que está trabajando para reducir la ansiedad, depresión y soledad durante el confinamiento. En su modesta capacidad, habían recaudado en la primera semana siete mil libras.
Espirales de esperanza
Toda esta crisis ha provocado un enorme hueco en todos, aunque no lo sintamos o creamos que estamos bien. No estamos bien. No podemos estar bien. Debemos hacer un proceso de sanación, aunque creamos que no nos pasa nada y salgamos de casa a seguir la vida.
Para muchos está siendo una experiencia de caída catastrófica. Ese hueco es un pozo de sed que pregunta por el sentido de la vida y que necesita procesos para reconstruirse, pero, sobre todo, necesita sembrar vida para ser curado y revertido. La mejor terapia es que la propia vida sirva a la Reconstrucción del Bien. Junto con esa espiral destructiva, ha habido una masiva espiral de esperanza concretada en todas las redes del bien y se ha abierto una gran oportunidad de cambio histórico. Pero entrar en esas espirales del bien requiere tomar conciencia y activarse, y puede que muchas personas y familias no tengan ese enfoque o costumbre de compromiso.
Tenemos que convertir esas espirales de sufrimiento en espirales de la esperanza. Para ayudar a esas espirales de la esperanza es vital más que nunca que el mayor número de gente visibilice las señales que el Bien nos está haciendo llegar por toda la piel de la sociedad. También es necesario ofrecer apoyo especial a todos los que han sufrido el peso mayor de la lucha contra el Covid-19 en el frente de batalla, especialmente los hospitales y las residencias de personas mayores o discapacitadas. Debería haber una gran campaña de duelo, sanación y reconstrucción personal y grupal. Servicios públicos, centros psicosociales y comunidades espirituales como las parroquias deberían ofrecer esos procesos de duelo en grupo. Finalmente, deberíamos multiplicar las oportunidades de compromiso, aunque sea muy sencillo, accesible incluso a las personas más vulnerables. El simple hecho de contar su propia historia puede ser un modo muy útil de ayudarnos a todos.
Tenemos que ayudarnos unos a otros a quitarnos las piedras que pesan en nuestro corazón y en el curso de ese nuevo cuidarnos unos a otros no solo seremos el mundo que hemos perdido, sino que estaremos reconstruyendo un humanidad mucho mejor.