Dignidad es el conjunto de elementos que hacen a una persona merecedora de respeto. La dignidad humana inicia al reconocer el potencial del que es capaz todo ser humano, solo por el hecho mismo de su naturaleza. Nuestra dignidad inicia en nuestro cuerpo, transita por nuestra creatividad, inteligencia o afectos, se edifica en el ejercicio de la libertad y se consolida en acciones que nos relacionan con otros, vinculándonos en última instancia al potencial de lo Ilimitado.
Sin embargo, es obvio que dignidad en potencia y dignidad cotidiana no son la misma cosa. Hay personas que simplemente no se dan a respetar, pues se violentan a sí mismas o a otras. Y también hay quienes no están dispuestos a reconocer la dignidad de otros, e incurren en la prepotencia, el estereotipo o la discriminación. Cabe pues preguntarnos qué elementos están bajo nuestro control en la tarea de edificarnos dignamente y a través de reconocerlos en nosotros mismos, aprender también a apreciarlos en los demás.
La pregunta es pues, sobre la autoapropiación de nuestra dignidad.
Dignidad y transformación
Partamos de notar que conforme avanzamos por la vida, los requerimientos para darnos a respetar también cambian. Al año de nacidos es admirable aprender a caminar, a los cinco andar en bicicleta y en la adolescencia aprender a conducir. Tal como nos preocuparíamos de que un niño de cinco de años no haya aprendido a andar, del mismo modo no le pediríamos a un bebé que maneje un auto. Así podemos ubicar a nuestra dignidad avanzando a la par con nuestra capacidad de transformarnos a nosotros mismos, según lo muestra la Figura Dignidad y Transformación dos fuerzas positivas entre las que oscilamos para nuestro desarrollo personal, es decir podemos revisarlas bajo la óptica de una polaridad dialéctica. (Johnson, 2014).
Veamos este ciclo a detalle. Como hemos dicho antes, nuestra dignidad (1) parte del fértil terreno de nuestra naturaleza humana. Nos descubrimos vivos, creativos, inteligentes, libres, afectuosos, capaces de encuentro o parte de una realidad inabarcable y cualquiera de esos hallazgos es capaz de llenarnos de gozo y aprecio propio. Tal vez nos habíamos visto haciendo algo así en el pasado, pero no habíamos caído en cuenta que somos dueños y poseedores de cada instante de vida, del conjunto de nuestras ideas o de una libertad completa, de cada afecto y también de la posibilidad de amar. El descubrirnos nuevamente a nosotros mismos, -nos re-conocemos- y eso nos dignifica.
Pero podemos también quedarnos atrapados mirándonos a nosotros mismos, para quedar embelesados de nuestra imagen, cual narcisos a la orilla de un lago. Esta autohipnosis nos lleva a una cerrazón (2) que nos limita a desarrollar nuevas capacidades, así como impide avanzar o resolver los retos que presenta la vida. Quizá busquemos permanecer en nuestras burbujas hasta que una realidad apremiante nos rete (3) a actuar a la altura de las circunstancias.
La respuesta a la acción nos aviva (4) y en ello superamos el entumecimiento que provocaba la cerrazón. Se siente bien salir del estancamiento y crecer. Así como un niño después de aprender a caminar, se esmera luego en saltar y después a hacer piruetas, así también nuestra mente se esfuerza en avanzar e integrar mejor los afectos, o superar sus disonancias cognitivas llegando hasta las últimas consecuencias. En la acción nos vamos transformando (5).
Sin embargo, la transformación permanente es agotadora. Así como el cuerpo puede acabar infartado, el intelecto puede extraviarse en un laberinto intelectual. La transformación irrestricta deja de ser especialmente buena y se convierte en realidad que abruma, disuelve (6) y nos lleva a perdernos a nosotros mismos, para quedar a la deriva en una nube o en un pozo abismal. Podemos permanecer allí, hasta que un acto de afecto positivo incondicional (7) nos regresa a buen puerto. Ese destello de amor genuino, reconoce el esfuerzo de transformación y a la vez lo ubica en nuestra realidad interior. Se siente bien salir de una realidad disolvente y afirmar (8) nuestra identidad. Y con ello nos alistamos para iniciar un nuevo ciclo.
Cuando trabajamos conscientemente esta polaridad, gradualmente nos auto apropiamos de nuestra identidad y en ello podemos encontrar al menos tres etapas. Nuestra dignificación parte del reconocimiento, transita por la valentía y culmina en la virtud, mientras que la transformación primero es depurativa, después iluminativa y al final unitiva. El reconocimiento genuino nos compele a depurar lo que estorba. Requerimos valentía para avanzar a realidades más luminosas más allá de nuestro confort. La virtud es bien-vivido que nos vincula con nosotros mismos y con los demás.
Ultra-Dignidad
Recién observamos que este proceso no es mecánico, ni lineal, pues requiere aprender a desapegarnos alternadamente de nuestros estadios previos de dignidad o logros de transformación, para así completar nuevos ciclos que nos permitan avanzar.
Además, tú y yo sabemos que este avance no es un proceso solitario, sino que goza de la ayuda de la Gracia. Nuestra dignidad humana es a imagen y semejanza de lo Divino, e inicia al dignificar nuestro propio cuerpo. A la luz de realidades que nos convocan, actuamos cada vez más con mayor naturalidad por la paz, la justicia, la verdad, y la misericordia, llegando a un aprecio tal por otros que ni calumnias ni persecuciones son capaces de detener la dignificación. Con el tiempo, la dignidad en potencia se convierte en dignidad cotidiana, donde cobra sentido que podemos ser perfectos, así como nuestro Padre celestial es perfecto.
Y eso no es lo mejor de todo, la mayor dignificación humana reside en sabernos herederos de un amor tan profundo a nuestra naturaleza humana que se tradujo en un Unigénito encarnado (cf Jn 3, 16)., quien vino a enseñarnos cómo vivir y transformarnos con miras a la eternidad.
¿Acaso hay mejor aliento para vivir con dignidad?
Referencia: Johnson, B. (2014). Polarity Management. HRD Press.