Javier Gomá Lanzón, intelectual de prestigio y director de la Fundación March, ha publicado recientemente ‘Dignidad’. Su título, conciso e impactante, quiere ocuparse de un concepto muy usado y, según él, poco definido. En sus palabras, un “concepto vacante” que deambula por la historia en un “abandono teórico en busca de un autor”.
Esta es una de las cuestiones que más me atraía, de primeras, del libro. Después de años en clase dedicándole varias sesiones en mi programación, no entendía por qué se consideraba marginado o inapropiado. Resumiendo mucho, a mis alumnos les propongo una definición de dignidad en atención a tres referencias que el autor trata en el libro:
- La dignidad como el lugar que ocupa una persona en el mundo, derivada del mundo más antiguo, de la matriz del pensamiento filosófico.
- Como una cuestión de mínimos, porque aunque muchos países no lo consideren así, los DDHH fueron escritos con esa intención, como el punto de partida de toda persona como persona en el mundo.
- El problema de considerar, en última instancia, es dónde está la razón por la que hay que tratar a una persona como persona, o al prójimo como prójimo. Porque toda esta cuestión en apariencia tan vaga se concentra diariamente en el trato con el más cercano. Y aquí es donde reside todo problema, toda dificultad. ¿Qué hace que la persona sea tratada conforme a una “dignidad”? Más aún, por dar en el clavo, ¿qué debería obligar a toda persona, cuando le va bien en lo suyo, a cuidar de otras personas ajenas, y no solo a reclamar derechos cuando su vida se ve amenazada?
El punto 1 es cosa de estudiar y ver. Incluso de complacerse, en la parte del mundo que conserva cierta dignidad. El punto 2 refiere un acontecimiento histórico de cuya memoria somos incapaces de salir, cuya referencia permanentemente exalta incluso a quienes no comprenden lo que sucedió. El punto 3 pide una reflexión mayor, nada indignada, que compromete y responsabiliza. La dignidad, igual que D. Javier Gomá expone, también la he considerado como “resistencia”. No debería permitir a nadie que usurpe ni un palmo, ni un pulgar su altura. Pero, vuelvo a repetir, ¿en qué se sustenta?
Retomo el título. La Iglesia ha tratado la dignidad como un concepto muy propio. En esto, de lo que el autor no se hace eco salvo por referencias muy históricas, la Iglesia ha conservado un fuerte valor asentado en la Revelación y también en la Razón. Sin embargo, me duele y cuestiona mucho que toda esta reflexión no tenga cabida, ni como diálogo, en la cultura occidental (de lo cual también trata el libro en uno de sus seis apartados), como referencia. ¿Estaremos hablando solo para los nuestros? ¿En qué quedó la ‘dignidad’ evocada desde el Concilio Vaticano II, con una apertura que en su rastro se diluye, o que esté en el mismo nombre de documentos y documentos? ¿Es escuchado el pensamiento, reflexión y, sobre todo, acción de la Iglesia en sus múltiples servicios y compromisos con el prójimo?