El gran poeta Leopoldo Panero en ese himno que rezamos en vísperas, y que nunca dejará de conmoverme, le pregunta al Señor: “Dime quién eres… Dime quién soy yo también”. Pregunta de este hombre desolado, arquetipo de la humanidad que espera, a este Dios que deja sus huellas sobre la nieve y que tan pronto se desvanecen… y pensamos que nos deja abandonados en el tiritar de una noche pura de este duro invierno que a veces es la vida.
Cuanto más sentimos la tristeza de ser hombre, más gritamos al cielo buscando respuestas que llenen el sin sentido de la existencia. Y miramos la tierra y a la humanidad entera con ojos escrutadores, porque sabemos que “el mismo Señor viene ahora a nuestro encuentro en cada hombre y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe”, como dice el prefacio III de Adviento.
Pero la mirada al hombre y a los acontecimientos nos quedan demasiado al ras de tierra para llenar ese anhelo de Dios que anida en el corazón de cada uno de nosotros. ¿Quién podrá hacernos pasar esa frontera de eternidad? ¿Qué resorte nos hará elevar la mirada para dar consistencia y esencia a nuestro barro? No hay otra respuesta que la Palabra del Señor. [Quizás en este momento decidas dejar de leer pues ya sabes por dónde van los tiros].
La Sagrada Escritura es el alma de la fe, de la vida espiritual personal, de las pequeñas comunidades y de la misión de toda la Iglesia. Es el mayor tesoro que hemos recibido en herencia y del que somos responsables cada uno de los bautizados. La Sagrada Escritura es la mirada de Dios a nuestro pequeño mundo y además es lo único que le puede engrandecer y dar proyección. Porque la Palabra de Dios es la medida de la creación, su mismo Hijo hecho barro para reconciliar y elevar al hombre hasta la más alta cima de la comunión de unos con otros y todos en Dios.
Es verdad que el Concilio Vaticano II nos invitó a todos los creyentes a tomar la Sagrada Escritura en nuestras manos. “¡Devolvamos la Biblia al pueblo!” fue el grito de muchos clérigos, pero al final hoy, después de tantos años, muchos de los creyentes tienen que reconocer que la Palabra de Dios es extraña para ellos. Con el tiempo la “puesta al día” del Concilio se fue difuminando y cada uno fuimos haciendo las cosas según nuestro modesto y estrecho entender. La Palabra del Señor se fue aparcando poco menos que a la celebración de la Eucaristía y a veces compartida en paridad con otras palabras.
Cuántas veces en nuestras reuniones comunitarias de fe hemos leído un texto de no sé quien, a modo de oración en lugar de proclamar y escuchar la Palabra con mayúsculas. Cuántas veces en un grupo de oración se lee solo la reflexión de tal o cual santo de nuestra devoción olvidando la Palabra de Vida. Cuántas veces en nuestros grupos de jóvenes o de catequesis hemos escuchado un cuento, de esos que nos educan en valores y hemos dado el solemne nombre de “parábolas”. Cuántas veces algunos novios en la celebración de su matrimonio prefieren leer a un poeta cualquiera, incluso de pensamiento o tradición extranjera, que proclamar una lectura del Nuevo Testamento.
No es extraño que algunas veces nos perdamos. La tierra llama a la tierra. El poeta castellano lo comprendió bien cuando preguntó: “Dime quién soy yo también… Tú que mueves el mundo tan suavemente, que parece que se me va a derramar el corazón”. Solo la pedagogía de la Palabra de Dios, del mismo Cristo, nos conduce por el camino y nos enseña a interpretar la vida desde el palpitar del amor de Dios. ¡Ánimo y adelante!