Esto no es evidente ni para los mismos creyentes. La frase, que estará probablemente en muchos otros, la escribe Jean-Yves Lacoste en un artículo muy interesante titulado ‘Dios cognoscible como amable’. El mismo título es ya la esencia de su discurso.
Ayer mismo, una persona me preguntó por mi trabajo. Al enterarse de que era profesor de Religión y Filosofía, sin pedirle yo ninguna valoración, me soltó: “La filosofía me interesa, pero paso de la religión”. Otra más, hace un par de años en una situación similar, sin conocernos de nada previamente, me interrumpió cuando dije que enseñaba Religión: “Con la religión no quiero nada”. ¿Qué es lo que rechazan en este horizonte de vida, sus preguntas o sus respuestas? ¿Tan seguro puede estar alguien de una cuestión como esta?
Para mí, como cristiano, es en cierto modo comprensible que existan personas que dicen no creer en Dios. Los teólogos llegan incluso a asumir cristianamente el ateísmo como una manera más de creer, hasta el punto de plantear una cierta purificación de la vida espiritual por medio de la eliminación de “dioses” y “estructuras”. Hablamos de cristianos anónimos, del ateísmo religioso, de la recuperación de sociedades politeístas. En nuestra lectura de la realidad, Dios no desaparece por mucho que la persona se empeñe en ello.
Como persona, comprendo igualmente el rechazo de muchos a ciertas prácticas y el mal de la generalización que nace de lo más pobre para enjuiciar todo. No es algo propio del siglo XXI. Siempre ha sido así. Y arrastramos tiempos en los que se ha condenado la religión con la intención soterrada de evitarse ciertas preguntas.
Cuando profundizamos algo más, lo que encontramos en las vidas creyentes no es algo de lo que quepa evadirse, ni mirar hacia otro lado. Hablan y sostienen, de tantos modos como personas hay, eso más grande y mayor, eso más íntimo y personal, eso infinitamente distantes y diferente y al tiempo lo más próximo. Hablan, tanto más cuando hacen que cuando dan discursos, de entrega generosa, de cierta locura y abandono, de una verdad confiable.
Hay verdades, o al menos así me parece, que no se conocen de oídas y solo se aprenden cuando se arriesga, cuando se da el salto exigido por aquel que no quiere bastarse a sí mismo, que ha descubierto que quedarse encerrado sin hacerse preguntas es poco menos que dejarse morir y esclavizarse a la opinión dominante. Pensemos no solo en Dios y lo llamado estrictamente religioso, sino en casi cualquier cuestión fundamental para la persona singular e individual, para la persona de carne y hueso. Pensemos en el amor, en el perdón, en el asombro, en el miedo, en la esperanza. ¿Es posible saber algo de verdad sin el compromiso y la responsabilidad de cada uno? ¿Se puede llegar si no es arriesgándose?
Termino con la provocadora lectura de L. Shestov: “A cambio del ‘placer’ de estar con todos y pensar como todos, hubo de entregar todo”. Y una más: “El hecho mismo de plantear preguntas ata al hombre de pies y manos”.