Hay una cantidad enorme de filosofía religiosa y teología (se supone religiosa también) que pone el deseo humano (y su necesidad) casi en el centro de la experiencia de Dios. Muy resumido: tenemos la esperanza, de ahí la creencia y no a la inversa, de que Dios colmará nuestras aspiraciones humanas. No cito, pero muchos recordarán y habrán vibrado con esta frase: “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”. Otras formulaciones son puras paráfrasis de lo dicho.
Ni sí, ni no. O según en qué momento del camino religioso uno se encuentre. Porque al principio, e incluso antes de empezar, esto es prácticamente un engaño para el espíritu. ¿Dios satisface mis deseos? ¿Dios hará lo que yo quiero? Pues, sinceramente, depende mucho de lo que desee y también –y la observación se las trae– de que yo sepa lo que realmente quiero. Entre estos comentarios, la experiencia religiosa de la satisfacción del deseo se va ajustando y siendo viable.
Pero para el que camina con sinceridad y una cierta espontaneidad de conciencia, Dios no satisface demandas. Ni mucho menos. Casi parece contrariarlas. Cae más bien del campo de las sorpresas y de las exigencias. De la incomodidad. Y es ahí donde la persona religiosa encuentra, en el “corazón inquieto”, vestigio de la presencia de Dios en su vida. Quizá no tanto del lado del deseo, cuando de la agitación permanente. Que más que calmar, mueve, remueve y vuelve a descolocar.
No sé cómo se hace, la verdad. Ni sé por qué es así. Pero una religión en forma de píldoras de apaciguamiento y amancebamiento termina por ocultar el Misterio que dice querer traslucir. Y hay no poco propuesto en esta dirección. ¿A nadie le resulta provocador pensar que Dios eligiera nacer –Él puede– en la miseria de una posada en Belén y no en el palacio de Jerusalén descendiendo de reyes? ¿A nadie estorba encontrarse siguiendo a quien se acercó a los miserables de su tiempo, se reunión con todo tipo de gente y aceptó una muerte que le situaba entre lo peor? ¿A nadie le causa estupor que no fuera aplaudido y sí abucheado, escupido y rechazado?
El problema radica, y lo dejo meramente apuntado, en la pobre esperanza de que la religión sea simplemente consuelo para todo tipo de deseos humanos, sin aclarar bien qué es lo que las personas realmente deseamos. Sería falsear todo tipo de diálogo y, me temo, cierra más puertas de las que abre en nuestro contexto. Aun siendo verdad, se entiende con tal pobreza de lo personal y lo específicamente humano, que el rechazo está asegurado.
Esta teología y diálogo con Dios, entiendo que espera un posicionamiento de la antropología (la seria y estricta y la que cada uno tiene, que viene siendo una recepción de las claves esenciales de nuestra época) que se sitúe en la dirección de la apertura y no en una caterva de afirmaciones desordenadas en cualquier horizonte. Pero seguimos a la espera.