Lo de mis raíces urbanitas es más que conocido. Una servidora no puede evitar ser más de ciudad que una alfombra, por mucho que le encanten ciertas costumbres más de pueblo o, al menos, de barrio. Es lo que me sucede todas las mañanas cuando, al ir hacia la facultad, paso por delante de una de esas fruterías de toda la vida, de esas que sacan la fruta en cajas a la acera y, si no fuera tan temprano, me dirían a cuánto tienen los melocotones. El caso es que, aunque nunca me he parado a comprar ahí, la dueña me saluda cada día como si fuera una de sus clientas habituales. Aunque dudo de que lo haga solo conmigo, agradezco mucho este gesto, porque devuelve la humanidad, saca del anonimato y pone rostro cálido a la ciudad, haciéndola un poco más pequeña y más cercana. En esta clave, no me extraña en absoluto que la celebración litúrgica de las “témporas de acción de gracias” tuviera su origen en un contexto agrícola y rural.
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Dar gracias
Tengo la sensación de que, si no estamos atentos, corremos el riesgo de perder la capacidad de agradecer y acabar pensando que todo se puede exigir y se nos debe. Mientras esta actitud nos pone a la defensiva, el agradecimiento nos esponja por dentro. No quiero decir que sea bueno para quien lo recibe, por mucho que siempre sea agradable acoger un reconocimiento en forma de gracias. Agradecer implica dejarnos sorprender por aquello que no depende de nosotros y nos llega sin que sea debido. Es asombro, pero también es aceptar el límite de que las realidades más importantes de nuestra existencia no se ganan ni se arrebatan por la fuerza, sino que se aceptan como regalo inmerecido. Abrirnos al agradecimiento supone, además, bajar defensas y establecer vínculos con otros, ya que implica no ver a los demás como aquellos de quienes hay que defenderse, sino como aquellos de quienes puedes esperar recibir el don de aquello que más anhelamos: cariño, cuidado, acogida, confianza, una sonrisa…o el saludo mañanero. Y esto, no solo con los demás, también con Dios.
El otro día alguien que está viviendo una crisis de fe me compartía que, últimamente, su oración consistía en repetir: “Dios, si existes, gracias”. Me parece una oración preciosa, por su honestidad y por su apertura. Ante la duda, que brota con frecuencia de todo eso que no debería ser en la Iglesia y ante lo que deberíamos entonar el ‘mea culpa’ por ocultar el rostro de Dios en vez de mostrarlo, lo más honesto y sincero es el condicional de esta oración: “Si existes”. Aun así, en medio de la oscuridad de la fe, el agradecimiento abre a Otro, a ese Otro que se atisba y se vislumbra en medio de las tinieblas como Aquel del que recibimos sin merecer y que se nos regala “porque sí”. No es de extrañar que el evangelio también ponga en boca de Jesús un espontáneo agradecimiento al Padre por ser como es (cf. Lc 10,21). Agradecer, sin duda, nos hace bien en todos los aspectos, nos humaniza y humaniza nuestro entorno… por más que seamos de ciudad.