¿Cómo se sentiría Pedro si se le llamara Jefe de Estado? ¿Nombró acaso a Pablo como su Secretario de Relaciones Exteriores? Imagino que no muy contento, y que tal nombramiento nunca existió. Sin embargo, desde 1929, tras la firma de los Pactos de Letrán, el Papa dejó de ser el piloto de una frágil barca para convertirse en la máxima autoridad del poderoso Estado de la Ciudad del Vaticano –nombre oficial– que alberga a la Santa Sede.
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Esta teocracia o monarquía absoluta mantiene relaciones diplomáticas con los demás países del mundo, a través del Secretario de Estado. Éste es quien coordina a los Nuncios Apostólicos que son, al mismo tiempo, embajadores diplomáticos y encargados de proponer a los candidatos a obispos de las diferentes diócesis.
Tal mezcla de horizontes, el político y el religioso, no deja de causar problemas de vez en vez, pues ante un determinado pronunciamiento vaticano uno no sabe quién habla: si la entidad diplomática o el líder espiritual.
La laicidad del Estado
Así ha pasado con el reciente desencuentro entre el arzobispo Paul Richard Gallagher, secretario de relaciones con los Estados del Vaticano, y el primer ministro italiano, Mario Draghi, por el proyecto de ley contra la homofobia y transfobia que se debatirá en Italia en los próximos meses.
Llama la atención el que Draghi sea un católico declarado, formado en instituciones jesuitas y miembro de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales –nombrado por el Papa–, pero defensor férreo de la laicidad del Estado italiano.
No es la primera vez que ambas instancias ventilan sus diferencias en público. Durante los 70’s y 80’s del siglo pasado, el Vaticano mostró su inconformidad por las leyes que permitían el divorcio y el aborto en Italia, y recientemente se manifestó contra la ley de uniones civiles, la fecundación asistida y la investigación científica con células madre.
Pero llama la atención que, como se estilaba en otras ocasiones, ahora no haya sido la Conferencia Episcopal Italiana la que se haya subido al ring, sino la misma Secretaría de Estado.
¿Estamos, entonces, ante un conflicto diplomático entre dos poderes civiles? ¿O se trata, más bien, de una presión doctrinal por parte de la Iglesia católica, que pretende influir en legislaciones laicas? Cualquier respuesta nos lleva a insistir en lo desafortunado de esta mescolanza.
Ojalá veamos en el futuro -creo que con Francisco ya no se pudo- una iglesia con su pastor más parecida a la primitiva comunidad y a Pedro, y menos a los gobiernos actuales.
Pro-vocación. Ayer se llevó a cabo en todo el mundo, como sucede desde 1970, la marcha LGBT. En cierta ciudad de México hay un cura que siempre se suma al contingente. Resulta curioso que, año tras año, recibe amenazas y burlas en persona y en su móvil no del obispo ni de colegas, tampoco de gays y de sus familiares –ellos lo felicitan y le agradecen su presencia–, sino de grupos conservadores, muy católicos, que lo consideran el demonio. Curioso, ¿verdad?