Disfrazados de tolerancia


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Si últimamente vemos a Freud subido a las cabalgatas de los Reyes Magos, su sitio natural son los desfiles de carnaval, terapia universalmente accesible para quien no ha podido ser lo que quisiera o no ha podido mofarse abiertamente de lo que le apetecía. O las dos cosas.

En ambas categorías, la Iglesia, a través de los siglos, ha tenido una gran aceptación como recurso e, incluso, cuando salían curas obesos para ridiculizar su apego más al mundo que al espíritu, no venían mal a modo de purificación.

Hoy, la tendencia no ha disminuido –todo lo contrario–, como pudiera hacer pensar la secularización o la fobia a la institución de quienes recurren a la religión católica para revestirse –o no tanto– no ya de monseñores, sino de vírgenes, apóstoles o del mismo Jesús. Y, cuando alguno se ofende, se busca amparo en la libertad de expresión.

De que un friki se tunee la cara en Instagram hasta parecer un grotesco Cristo, lo que me incomoda es la poca originalidad y el oportunismo. Ni me molesta la última performance en el carnaval de Las Palmas de Drag Sethlas sobre La última cena. Ambos casos denotan una creatividad gallinácea.

Lo llamativo es que se haga en nombre de una libertad de expresión, que entienden amenazada por los creyentes, cuando la ley LGTBI que se tramita en el Congreso recoge una amplia tipología de infracciones para quien profiera “expresiones, imágenes o contenidos de cualquier tipo que sean ofensivos o vejatorios” por ejemplo, para quienes se disfraza de Virgen drag.

Estas personas tendrían que esforzarse ellas mismas por “desclerizalizarse” y, en la línea justificativa de esa de ley contra la discriminación sexual, “entender la diversidad como un valor”, en este caso, el de las personas que confiesan una fe.

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