Muchas personas que han sufrido discriminación, heridas, traumas o abusos en carne propia o en seres queridos por ser “diferentes”, al estándar valorado por la sociedad actual, exigen con todo derecho ser tratados con empatía y respeto por los demás. Sin embargo, algunos de ellos se olvidan de ser empáticos con el resto y terminan pecando de lo mismo que quieren eliminar.
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La doble empatía es otra forma de encarnar el Evangelio del Señor cuando nos pide que no juzguemos con tanta severidad al ver una paja en el ojo ajeno y que seamos conscientes que podemos poseer una viga en el propio. Se recibe lo que se da y, quien actúa como un embudo, solo exigiendo espacio, respeto, participación y dignidad, pero no ofrece lo mismo a los demás, termina preso en su propio engaño de ser víctima sin cultivar la verdadera fraternidad.
La pérdida de la diversidad
Parte de esta carencia en el respeto es comprensible (aunque no justificable) si nos ponemos en los zapatos de tantos que han sufrido al ser invisibilizados, marginados, pasados a llevar por toda la historia y que hoy sí tienen más voz y la posibilidad de validar su modo de ser y pensar, empoderándose y luchando por su legítimo espacio. Pero no pueden caer en la tentación de imponer al resto su memoria y sensibilidad, ni menos atacar a quien posee otra cultura o modo de relacionar. De lo contrario, nos adentramos cada vez más en la polarización, en la desaparición de los matices, contextos y subjetividades que nos conforman a cada cual y comienza una violencia verbal y a veces física que nos puede destruir como sociedad.
Si somos acuciosos en la contemplación de la complejidad humana, nos damos el tiempo de conocernos unos a otros y comprender que todos hemos sufrido y/o tenemos historias que nos explican, podemos iniciar un tenue tejido de misericordia, compasión y buen trato que permita llegar a acuerdos entre los diferentes bandos, reconocer sus motivos y, como dice san Ignacio, salvar la proposición del prójimo, para construir comunidad. Exigir empatía y darla es el cimiento de la reconstrucción social tan necesaria en la actualidad, y ellas solo se pueden dar si nos sentamos con calma a conversar con la decisión de amar.
Radicalidad del Evangelio
Vivir practicando la doble empatía es lo que a Jesús le costó la vida y la incomprensión de muchos de los que lo seguían inicialmente. Algunos esperaban un Mesías vengador, que destruyera al opresor romano y que diera “vuelta la tortilla” a favor del pueblo judío. Sin embargo, el Señor les enseña que amar a los que nos aman, lo hacen todos, pero ser otro Cristo es discernir y elegir amar incluso a los que nos cuestan. Es decir al Padre “perdónalos porque no saben lo que hacen”, y eliminar de nuestro corazón sentimientos y pensamientos rencorosos que solo nos quitan la alegría, la paz y la libertad.
Si tengo un hijo con alguna discapacidad y pido que en su lugar de trabajo o estudio lo traten con empatía y recojan su sensibilidad, como padre, también debo empatizar con el cansancio que puede provocar en sus compañeros y/o colegas y comprender que todos tienen un mundo de heridas, subjetividades y que es necesario conversar. Lo mismo con una mujer que reivindica su participación en el mundo laboral y exige respeto de los demás; ella debe dejar también a sus pares masculinos expresar su sentir y pensar.
Dialogar para conocer
Así también, una persona de un pensamiento político que antaño fue reprimido con fuerza, debe ser capaz de conversar con otras personas de ideas diferentes, sin creerse dueño de la verdad o caer en la intolerancia que tanto padeció. En el fondo, se trata de eliminar los modos verticales de relación y ser coherentes con la horizontalidad que nos testimonió Jesús. No juzgar, sino que dialogar para conocer; conocer para amar y complementarnos como hermanos/as del mismo Padre/Madre para construir y no destruir más el planeta y la humanidad.