Hace dos mil años, en lo que hoy quizá sería el estacionamiento de la Bodega Aurrerá en Comitán Chiapas, nació el bebé que conocemos como Jesucristo. Un bebé más, en un espacio perdido, en un pueblo perdido, de una provincia periférica del imperio norteamericano, digo romano. El mundo aparentemente siguió su curso, pero los acontecimientos por venir habrían de mostrarnos que las cosas cambiarían radicalmente.
Ese nacimiento insólito y misterioso es literalmente el parte aguas de la historia espiritual humana. Con el tiempo hemos hecho una tarea notable para domesticar la Navidad, haciéndola más afín a nuestros hogares y corazones. Sin embargo, esa redención familiar y conveniente – a la vez inminente y muy antigua, única en la historia y repetida cada año- corre el doble riesgo de sepultar culturalmente su significado y permanecer adormecida en nuestro espacio interior.
Menos esferitas al árbol
A veces parece que la Navidad es solo un punto intermedio dentro del maratón Guadalupe-Reyes. En ese intento por traer a Jesús a casa, a la peregrinación de festejos religiosos sumamos eventos culturales, fiestas de fin de año, decorar nuestro hogar, correr a las compras, tomar vacaciones y después reposar unos días para reponernos de tanto trajín.
Nos hacemos propósitos de cuidar el peso y a la vez participamos en una comilona tras otra. Algunos nos vemos forzados a convivir con gente que no nos cae bien, realizamos gastos innecesarios y los pagamos a 18 meses sin intereses, de modo que cuando venga la siguiente temporada de festejos, todavía faltará pagar un tercio de la anterior. Nos vamos acostumbrando a que Santa Claus y el Grinch tomen el protagonismo de la temporada, cuando competimos en el precio y número de regalos, para salir de ésta época con una horrible resaca de consumismo, desperdicio y enajenación colectivos.
Quizá te preguntes qué tiene que ver todo ese frenesí con el nacimiento de Cristo. Yo creo que poco, o quizá nada. Franz Marc (1980) comenta que las tradiciones son una cosa espléndida, pero debemos recrearlas, y no vivir sometidos a ellas. Pienso que cada construcción cultural, si nos impide ver la Aurora que despunta en nuestra vida espiritual, tiene que ser removida. Y si mi ritual cultural tiene más esferitas que el árbol navideño, pues quizá me esté perdiendo de lo esencial. Del mismo modo que recorro un peregrinar con fervor, me resisto a una letanía obligada o inercial. Si decorar la casa se vuelve motivo de pleito, mejor no lo hagamos. Quiero que cada esferita del árbol deje de ser causa de preocupación y en lugar de ello me recuerde a un ángel cantando con júbilo, porque nace el Salvador.
Una cancha interior mejor nivelada
El mundo exterior se retroalimenta con mi interior. Esa domesticación hacia lo familiar y conocido en nuestro actuar colectivo, se complementa con reducir la ferocidad y esplendor primigenio de Dios-hecho-hombre, en mi experiencia interior.
¿Qué Dios en su sano juicio haría algo tan ferozmente radical como encarnarse en un bebito humano, pobre y vulnerable? Y luego hace tanto tiempo, en medio del desierto. ¿No se pudo haber esperado un poquito más, digamos a fines del siglo XX, para que así yo le creyera más fácilmente? Hombre, en esa época no había antibióticos, ni seguridad social, ni medios sociales. Antes no le pasó algo.
Tal vez sea que es justo ese esplendor primigenio lo que me amedrenta. Como si de algún modo aceptar su realidad y su Realeza, implicara volverme más chico o traicionar mi esforzada libertad. Cuántas veces he entendido la religión como sometimiento y no como liberación, cuántas veces he entendido el sacrificio como mutilación y no como enderezamiento. Cuántas veces me he experimentado a mí mismo como centro o cúspide del universo. Y todas estas ideas que me he formado, son como los baches de un camino interior que me tienen atascado, impidiéndome avanzar hacia el encuentro.
Sin embargo, allí está ese bebé-Dios, pidiéndole posada a mi entender. Solicitando esa mínima apertura que posibilite el contacto. Encarnándose, en aprecio incondicional por lo humano, en total congruencia con mi realidad. Aspirando a una genuina relación interpersonal de encuentro (Rogers, 1980). ¿Y si pudiera, por un instante, creerlo?
La Navidad no es domesticable. Tal vez por eso el profeta es indómito, viste con piel de camello y ruge como voz solitaria en el desierto. Que todo monte cultural sea rebajado, que todo valle interior sea rellenado, enderecemos los caminos del entender y entonces veremos la salvación de Dios ( Lc 3, 5-6).
Referencia: Rogers, C., Stevens, B., y colaboradores. (1980) Persona a Persona. Buenos Aires: Amorrortu.