Te sitúo, querido lector, en lo que recuerdo hoy: una niña pequeña de no más de cinco años, en la calle Rejadorada de Toro (Zamora) corriendo velozmente por la acera, subiendo hacia el cruce de esta calle con la del Sol. Y a la vez avisando a gritos para que sus hermanos y primos la sigan para llegar a tiempo a depositar una moneda en el cuenco de un nazareno que solicita limosna. La niña corría veloz y a la vez movía los brazos continua y abiertamente para que la siguieran. ¡Es la primera vez que ve un nazareno! Y además un nazareno especial, punteando y repicando, con su “insignia”, el suelo empedrado de la calle para llamar la atención y solicitar donativos, porque es obligatorio su silencio y no puede hablarle. Es un “conquero” que tiene la misión de pedir limosna entre los habitantes de la ciudad.
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La niña apresura sus pasos. Con los ojos más abiertos que nunca. No es extraño el asombro y la impronta que tal escena se refleja en sus ojos infantiles. Solicita al nazareno que se acerque al bordillo de la acera, pues ella –siguiendo el sabio consejo de sus padres– no se atreve a atravesar sola la carretera que accede al paseo del Carmen. El nazareno, amable, se acerca, se agacha hasta la altura de la niña y recibe la ofrenda. Y la de sus hermanos y primos que al no llevar monedas depositan… ¡caramelos!
Supongo, complacido al nazareno, pues su rostro es imposible verlo, ya que va cubierto con el antifaz –anudado con un cordón penitencial– que lo cubre desde la punta del capirote (¿”caperuzón”? ) hasta la túnica. Disfruté de la escena y recuerdo en estos días. Como vosotros en otras parecidas. Pasión de tío-abuelo. Y que me lleva al recuerdo de otros sobrinos-nietos estos en su casa, en el tiempo de la pandemia de hace años con el confinamiento domiciliario subsiguiente propuesto por su colegio. Sus padres les alentaban a seguir las clases telemáticamente. La profesora de Religión les pide imaginación y creatividad para realizar actividades propias de la Semana Santa pasada. Ni cortos ni perezosos se animan a ello. Alentados por sus padres que lógicamente ya les habían inscrito antes en sendas cofradías semanasanteras de Toro y Zamora. Y así vivir la semana santa en sus casas con la excepcionalidad que la pandemia provocaba. La plastilina les resuelve la situación para un ejercicio práctico que les piden: un paso de las procesiones de semana santa por aquí (por ejemplo la santa cena) otro por allá (el Cristo crucificado), otro simplemente de una cruz con una telas de puntillas colgando de sus brazos, etc. Y, por supuesto, unos cuantos nazarenos con distintos hábitos de las cofradías que conocen. Todo en plastilina y bien colocado –como si se tratara de una importante procesión, ¡que lo es!– para que, posteriormente, a través de la técnica de animación del “stop motion” aparezcan movimientos de animación a través de las imágenes fijas sucesivas que su padre ha hecho. Resultado: un cortometraje, animado, simpático y bello, para dejarlo grabado en un vídeo, en los ojos, ¡y el corazón! Lo visiono todos los años en esta fechas.
Es la memoria viva –que tanto educa– de nuestra Semana Santa. Ya lo sabéis de sobra. Y en este caso con más razón: “Los niños no obedecen… ¡imitan!”. Bendita imitación para sentir lo que muchos sentimos en Semana Santa, como en mi caso al recordar la de mi pueblo y cuyo eco trasciende ya sus límites locales. Dos escenas familiares con niños. Dos pedagogías. Un recordatorio impagable que nuestros niños reciben de sus padres. Para amar y emocionarse. Y comprender lo mucho que la Semana Santa supone desde y para nuestra cultura y religiosidad popular. Y así asociarse cuando sea a las pasiones y cruces ajenas.
Y seguimos con niños. Pero con otra escena.
Domingo de Ramos. Procesión de la borriquilla. Cuando Jesús, a lomos de un pollino, lo primero que hace al salir de “casa” es divisar desde el Espolón la bellísima Vega de Toro que riega el río Duero. Un domingo que es algo más que aquello de que “quien el Domingo de Ramos quien no estrena nada, no tiene ni pies ni manos”. Es eso… y mucho más. El Domingo de Ramos es el “día de los niños” en la Semana Santa. Y ese refrán con varias modalidades es su señal. Como fiel disculpa para el recuerdo: “Lo que más me acuerdo de ese día es lo de estrenar algo, y lo sigo haciendo!”, me cuenta mi prima Maria José. “Me lo decían mis padres la víspera: Domingo de Ramos, quien no estrena, queda manco. A mí, como niña, me sobrecogía imaginar que pudiera perder una mano. Pero alguna vez que me encontré por la calle con alguien que la había perdido, pensaba: ¡pobrecillo! Seguro que no estrenó nada el día de la fiesta. Porque en mi cabeza, el único manco que ponía a prueba mi compasión y del que no me compadecía demasiado era el capitán Garfio que se atrevía a atacar a Peter Pan…”
Y asociado a ello, y al estreno colectivo de la primavera que coincide por esos días, recojo del baúl familiar de la memoria –imprescindible en mi vida– lo siguiente: cuando no había palmas –que luego adornaban los balcones familiares– estaba el ramo de laurel, para bendecir las paredes de las casas. Ramos de laurel que quemados a su tiempo serán aprovechados en el Miércoles de Ceniza siguiente. Me parece que eran bendiciones para ahuyentar malos espíritus, e incluso usadas contra las tormentas y truenos.
Y de las palmas, cuando las teníamos, hacíamos rizos para adornarlas. Como los rizos adornados también en las velas procesionales –calentada la cera previamente para moldearla–. E incluso adornadas con tiras de papel de plata. Nuestros recuerdos familiares también van asociados a los resultados de la matanza del cerdo en Navidades que ya por las fechas de Semana Santa se servían para empezar a comer “pitarros” o pequeños chorizos para los pequeños y ya estaban dispuestos, para entonces tras “curarse” colgados en el “sobrado”. O el pan bendecido entregado el Domingo de Ramos a los nazarenos con el que acompañábamos la comida de la fiesta. Pan reciente. Estrenado.
O estrenar el domingo también aquellos cigarros –puros hechos de chocolate en la fábrica que mi abuelo tenía–. Efectivamente. El Domingo de Ramos es el día semansantero de los niños.
Ese entusiasmo con algo pequeño unido a la emoción de unos calcetines –por ejemplo– o el pañuelo recién estrenado ponía un toque festivo en el aire de la procesión de la Borriquilla. Éramos muy felices con cosas sencillas y mantener rituales como estos daban un orden espiritual, comunitario y social que nos enraizaban. Y hacían caer en la cuenta de que es importante de vez en cuando hacer parada y fonda en determinados tiempos frente a los acontecimientos tan materiales y efímeros del día a día.
Existe hoy una cierta sensación de que el mundo está trastocado. Y necesita acudir al contraste que nos sitúe en la verdad de nuestra historia: así, con la misma edad que yo tenía entonces, cuando correteaba agitando mi palma de Ramos y enseñando a todos mis calcetines, con esa misma edad, repito, hoy llegan de todos los lugares y desiertos del sur muchos niños que caminan descalzos, hambrientos y en una soledad absoluta. Todavía se nos hace más fácil nombrarlos con siglas, como un eufemismo, para invisibilizarles y que no pesen tanto en nuestra conciencia: Menas (Menores No Acompañados).
No tendrán palmas, ni calcetines o pañuelito que estrenar ni este ni ningún domingo. Algunos se habrán encontrado con mafiosos más peligrosos que Garfio en alta mar. Porque a los suyos y a ellos a veces los dejaron lejos o perdidos por el camino.
Estrenar gestos de denuncia y solidarios con ellos debería ser nuestro reto el día de Ramos.
Alguna vez visité Melilla por mi trabajo con migrantes. Me empapé de emoción y solidaridad visitando centros y situaciones de Iglesia que atienden a menores migrantes. En mi acercamiento al puerto de Melilla varios menores tenían como única ocupación sortear la vigilancia del puerto melillense para saltar a los barcos que van a la Península. Corretear y vagar por la calle. Menores de diferentes países africanos, sobre todo de la fronteriza Marruecos, que llegan a la ciudad autónoma de Melilla huyendo de entornos de pobreza y buscando la oportunidad de llegar a la Península. Y luego, como muchos hoy vagando sin futuro por las calles. Aquellos en Melilla como una procesión continua y laica viven en la calle esperando el momento de colarse en un ferry como polizones o en los bajos de camiones y autocaravanas (para algunos ese es su ataúd) y probar suerte al otro lado del Estrecho. Es lo que llaman hacer ‘el risky’. Es decir: colarse en los bajos de un camión, en el puerto, para que les lleve a la Península o al extranjero. Risky significa correr riesgo. Y es que los niños desvalidos de todos los lugares de la tierra siguen pagando el precio más alto de las odiosas “guerras a trozos” (y no solo por las armas) que como decía el papa Francisco estamos creando, y que “no somos capaces de parar; y que los menores apenas han comenzado a conocer”. Esta “Tierra que es muy anciana” como escribe Gloria Fuertes. “Tan anciana que sufre ataques al corazón/en sus entrañas. Sus volcanes/ laten demasiado por exceso de odio y de lava/La Tierra no está para muchos trotes/está cansada. Cuando entierran en ella/niños con metralla/le dan arcadas”.
Ante noticias infantiles tan terribles y tan repetidamente actuales como las de los menores migrantes que no estrenarán siquiera un día más u otras cosas el Domingo de Ramos, quiero inclinarme ante esa infancia abandonada.
Entonces me remito al recuerdo en mirador del Duero en el paseo del Espolón de mi pueblo. A respirar. Y lleno de ilusión, y de esperanza por estrenar de nuevo la Pascua que comienza, acudir a la Colegiata de Toro y ver salir la borriquilla sobre la que está a sus lomos el Amigo de los niños. El amigo que da la vida.
Nota: este artículo, plagado de recuerdos familiares, está escrito a dos manos: las magisteriales de mi prima María José Martin Francés, maestra de niños, y las mías, como un discípulo asombrado y dócil. Un Domingo de Ramos a dúo.