En ocasiones, cuando acabo de dar una conferencia en la que he hablado sobre la función del Estado en la economía y se abre el turno de preguntas, aparece alguien en el público preguntando por qué defiendo la planificación estatal y dejarlo todo al Estado cuando esto se ha demostrado negativo para la sociedad. Lo paradójico de esta pregunta es que estas son afirmaciones que no he hecho en la conferencia ya que en ningún momento hablo en ella de planificación ni de que el Estado tenga que sustituir al mercado (no creo que eso sea la manera de plantear este tema).
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¿Por qué entonces ponen en mi boca afirmaciones que no he hecho y que no están en el corazón de mi argumentación? Esto sucede por un problema que se da con frecuencia en nuestra sociedad, hemos perdido la capacidad de una escucha abierta, de acoger lo que el otro nos dice sin pasarlo por el filtro de nuestros pensamientos y de nuestra ideología.
Cuando escuchamos estamos constantemente analizando y juzgando lo que recibimos. No nos abrimos a lo que nos dicen, sino que estamos siempre cotejándolo con lo que nosotros creemos o pensamos. Nos dedicamos a contrastar lo que entra por nuestros oídos con nuestras ideas. La escucha no es sincera, sino parcial y llena de nuestro propio yo y de nuestros ideales.
Esto es potenciado, además, por la formación en debates que hacemos a nuestros jóvenes desde que están en el instituto. Les enseñamos que lo interesante no es empaparse de lo que el otro equipo te dice, sino competir con él y vencerle rebatiéndole todos sus argumentos. Para ello tienen que estar constantemente contrastando lo que dice el otro con sus propios argumentos, para poder salir triunfadores en el debate dialéctico en el que se están inmersos.
El diálogo sincero
Por eso la esencia de lo que nos dicen queda escondida, manipulada y distorsionada por nuestras propias ideas sobre el tema. Estamos poco abiertos a lo que nos puede enriquecer el otro porque solamente escucharemos de una manera acrítica a aquellos de los que ya tenemos la garantía de que piensan como nosotros. Nuestro yo se pone por encima del deseo del encuentro o del anhelo de comprender a quien es diferente. Esto nos cierra a la conversación, nos impide el diálogo sincero, nos empobrece porque nos ciega a lo bueno de los demás.
Aprender a escuchar, hacer el silencio suficiente para que lo que el otro nos transmite penetre en nuestros corazones, es una enseñanza olvidada en una sociedad en la que lo que importa es lo nuestro y no lo construido entre todos. Para fomentar una sociedad más rica y plural, necesitamos educar en la escucha, en el silencio que acoge lo que el otro nos dice.