Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los pastores.
María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.
Lc 2,18-19
- PODCAST: Yo era ateo, pero ahora creo
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Parece, por lo leído en los versículos anteriores, que la gente grande se guarda las cosas grandes en el corazón. Esto se nos hace chocante en una cultura de plástico como la nuestra, adoradora de los grandes escaparates, esencialmente extrovertida y celosa de la imagen. El mundo de las redes sociales nos está permitiendo edificar personalidades de cara a la galería, en las que la máscara tiene más valor que la persona. De alguna manera se cumple la profecía, la palabra ‘persona’ se forjó a partir del término ‘prósopon’ (‘πρόσωπον’), máscara en griego.
El ego de cada uno necesita mostrarse. No nos sirve con experimentar y guardar, como hizo María, y parece que la obra no nos resulta completa hasta que la mostramos.
La actitud de María
Podríamos analizar el reverso de la actitud de María: sumisa, silenciosa, recluida en el hogar. También nos puede resultar chocante esto en una cultura en la que la reivindicación de uno mismo, la autoconfianza o la superación personal, aparecen como algunos de los pilares fundamentales de una psique estable.
La profundidad determina la calidad del pensamiento.
El amor determina la calidad del trato con los demás.
La verdad determina la calidad de la palabra.
El saber hacer determina la calidad de la obra.
Quien no se afirma a sí mismo
se libra de la crítica.
(LAO TSE, Tao te ching VIII)
Podemos pensar que cada uno se las apañe elaborando esa suerte de constructo que es él mismo. El problema es que, a lo largo de unas pocas décadas de vida, ese amor idolátrico que cada uno tenemos por lo que somos y pensamos me ha permitido ver acontecimientos tan espantosos como guerras, genocidios o dictaduras asesinas. Pero esto es cosa de megalómanos.
Luego están los pecados de los que somos pequeños ególatras de a pie y nos descubrimos incapaces, en muchas ocasiones, de alimentar nuestras relaciones desde la cordialidad, el entendimiento y la aceptación del otro. Y así por esos dimes y diretes llenos de ‘yo’ y exentos de ‘nosotros’, por ese ánimo de ser y no de servir, por ese deseo visceral de tener la razón, por esos duelos de máscaras, por ese no guardar y meditar en nuestro corazón, he perdido amigos, he vivido como se desmoronaban grandes proyectos, he presenciado dolorosos divorcios, he contemplado como la mentira se acepta si es útil y he visto a demasiadas personas menospreciadas y denostadas.
“Para concluir quisiera desearles a ustedes, y a mí en particular, que nos dejemos evangelizar por la humildad, por la humildad de la Navidad, por la humildad del pesebre, de la pobreza y la esencialidad con la que el Hijo de Dios entró en el mundo” (Papa Francisco, 23 de diciembre de 2021).
Conviene sacudirse el polvo.