El otro día, ante el fallecimiento repentino y prematuro de un político relevante en España, muchos miembros de otros partidos valoraron su persona de forma pública. Me agradó mucho este gesto que, en realidad, no nos debería sorprender. No solo lo digo porque tendría que ser lo normal reconocer los valores y actitudes positivas de los demás, por mucho que sean contrincantes políticos y tengan ideologías contrarias. También porque, ante ciertas circunstancias, somos capaces de dejar a un lado lo secundario, poner entre paréntesis las divergencias y focalizarnos en el ser humano en sí, que es lo único importante.
De cualquier modo, también me asalta la repetida sensación de que reservamos los elogios y las valoraciones positivas para cuando los afectados no pueden recibirlas personalmente. Pareciera que hacerlo en vida provocara algún tipo de efecto contraproducente en nosotros y en los demás, cuando, en realidad, es todo lo contrario. Se convierte literalmente en una bendición, pues “bendecir” significa precisamente eso: decir bien de algo o de alguien.
Del poder transformador de las palabras y de lo que implica “bendecir” sabe muy bien la tradición judeocristiana. Ya en la primera página de la Biblia Dios crea la realidad a golpe de palabra y, por el mero hecho de nombrar, es capaz de traer a la vida cuanto existe. Pero no se queda ahí el relato, pues el Creador no tiene ningún reparo en reconocer sin pudor la bondad de todo lo que va surgiendo. Quizá nosotros, que pertenecemos a esta tradición, también podríamos convertirnos en artesanos de la bendición. Este es el reto: decidirnos y sacar a la luz aquellas bondades ajenas que nos solemos reservar para cuando no están con nosotros ¿seremos capaces de asumirlo solo por hoy?