El Covid-19 nos ha colocado frente al espejo. Somos seres vulnerables, limitados y dependientes, algo desnortados, pero también capaces de una entrega y solidaridad desacostumbradas. Como sociedad, vemos la insuficiencia de nuestros sistemas de protección, las grandes desigualdades y la confusión de nuestras prioridades, junto a un estoicismo, civismo y creatividad inusual.
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Quizás ahora se entienda mejor lo que significa apostar por el bien común, por encima de conveniencias e intereses individualistas o corporativos. Somos responsables unos de otros, nadie se salva solo. Estamos llamados a ejercer nuestra responsabilidad, solidaridad y cooperación, muy especialmente con los más vulnerables: los mayores, los enfermos, las personas y familias sin recursos, quienes pierden el empleo… El bien común, tan distinto de la suma de bienes individuales desigualmente repartidos, implica la atención, sin límites, a la fragilidad de las personas.
Ahora caemos en la cuenta de la importancia de los servicios públicos, en particular de la sanidad, y del esfuerzo de tantas mujeres y hombres que renuncian, de algún modo, a su bienestar personal para ponerse al servicio de los demás. El bien común se mide también por la cantidad de recursos y energías dedicadas a atender las necesidades de todas las personas, sobre todo las que menos oportunidades y más carencias tienen.
Estamos comprobando la trascendencia de contar con gobiernos y representantes políticos interesados en defender el bien común, los servicios públicos y la sana economía. De la misma forma, apreciamos el gran contraste entre la gestión responsable atenta al interés general y el uso de bulos y falacias por intereses espurios y cálculos partidistas.
Solidaridad internacional
También podemos apreciar nítidamente, la diferencia entre tener o no instituciones y sistemas públicos fuertes, para los que nunca ha habido suficientes recursos económicos propios en los países en desarrollo, entre otras cosas, porque se ha priorizado el pago de la deuda internacional o la apertura de los mercados, en vez de la solidaridad internacional.
El bien común se defiende con opciones políticas y económicas claras, que no perjudiquen más a las personas pobres, los trabajadores precarios y las familias más vulnerables. Hay que tomar medidas para proteger a los trabajadores y las trabajadoras y sus familias, en particular a los precarios, desempleados…; en los barrios ignorados; a los autónomos; al tejido empresarial más vulnerable; y no los beneficios de unos pocos que sí pueden asumir los costes de esta situación, y a los que hay que exigir que contribuyan en proporción a su capacidad de hacerlo.
Es esencial movilizar recursos para la protección de la salud y las condiciones de vida de las personas y familias, por encima de cualquier criterio economicista. Hay que sostener la economía real, la de los productores y proveedores de bienes y servicios esenciales, incluidos los cuidados, y la de las familias y personas que tan admirablemente aguantan las difíciles consecuencias del confinamiento, no la codicia de los mercados, ni del entramado financiero, e impedir movimientos especulativos que incluso comercian con material necesario para afrontar la emergencia. Será fundamental gestionar las consecuencias de la pandemia buscando el bien común, superada la emergencia sanitaria.
Superaremos este drama humano global. Que sea un paréntesis en la carrera hacia ninguna parte o un salto en humanidad, depende también de nosotros, de nuestra capacidad de aprender y de nuestra voluntad de reorientar humanamente, aquí y ahora, nuestras opciones individuales y nuestras prioridades compartidas.