Hace unos años nos parecía que solo en Hollywood o en los Estados Unidos se daba la desproporción de demandar por las cosas más inverosímiles, sin mediar una conversación. Hoy, sin embargo, el cáncer de la judicialización de nuestros vínculos ha hecho metástasis en casi todas las culturas, malogrando la comunidad, desgastándonos a todos y sin obtener ningún beneficio real, más que los económicos que alguien pueda obtener.
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Actualmente, clientes, pacientes, padres y madres de colegios, esposos, hasta familiares son capaces de llevarse unos a otros a la corte como única salida a sus conflictos de convivencia, errores, negligencias, malentendidos o cualquier disputa menor que se podría haber resuelto escuchándose y llegando a acuerdos de “buenos vecinos”. No se trata de validar abusos y no hacer justicia como corresponde, pero la desproporción que vivimos nos está mermando las confianzas hasta un punto de no retorno que daña a todos por igual.
Tolerancia cero al error
Si antes una persona cometía un error en su trabajo, en sus relaciones o en su desempeño de cualquier ámbito, los demás –también conscientes de sus propias fragilidades– eran capaces de actuar con empatía, perdonar la falta y pedir reparación. Hoy, en cambio, a la menor equivocación, muchos se olvidan de su “tejado de vidrio” o “pies de barro” y se convierten en justicieros crueles, pidiendo la cabeza del otro en redes sociales y en la justicia para que lo “elimine” de sus vidas.
¿Cómo aprendemos entonces de nuestros errores? ¿Qué les estamos diciendo a las nuevas generaciones con respecto a su fragilidad? ¿Qué pasa si se da “vuelta la tortilla” y, de supuesta víctima, se convierte en un victimario fatal? Ya lo dice Pascal Bruckner en ‘La tentación de la inocencia’; hoy todos presumen de tiernos corderitos y enjuician a los otros como causantes de todas sus desgracias. Sin embargo, se olvidan de que somos un solo cuerpo, como dice san Pablo, y, al atacar al otro, se está dañando a sí mismo.
Los más dañados
Es tal la desconfianza en la que vivimos que cada estímulo que podamos recibir del otro se recibe con una hipersensibilidad y pánico, lo que provoca una respuesta desproporcionada. Conflictos escolares, por ejemplo, que antes se solucionaban con una resolución de conflictos, mediaciones, medidas reparatorias, formativas y disciplinarias, hoy están en tribunales. El problema de todo esto es que los más perjudicados son los mismos estudiantes a los que se quiere ayudar.
En vez de aprender a vivir en la diversidad, madurar en los conflictos y desarrollar estrategias sociales, son llevados a declarar y aprenden que la “solución” la tiene un juez. Sin embargo, este no conoce su historia, familia, contextos ni lo que desean ni piensan en profundidad. Lo mismo sucede muchas veces en la judicialización de temas de familia, parejas u otras de ámbito social. Todos terminan con menos dinero en sus bolsillos por los costos que implica, cansados, y muchas veces con resoluciones que no les dan paz.
Recuperar el sentido común
Todo el debilitamiento del tejido social ha sido un proceso fuerte y sistemático, ocasionado por el paradigma actual centrado en el individualismo, el ego y el rendir. Sin embargo, ya son demasiadas las señales que evidencian que no da para más. Para revertirlo es necesario llegar a nuevos acuerdos sociales, donde la mediación sea una obligación. En empresas, hospitales, colegios, familias, matrimonios, en la Iglesia, en la comunidad o en cualquier contexto (donde no exista delito ¡evidentemente!, sino falta, omisión o errores que cualquiera pudiese cometer), debiésemos establecer como paso previo a cualquier trámite judicial el que las personas se escuchen, conversen y un tercero los pueda ayudar a empatizar y buscar soluciones que los dejen en paz.
Escuchar bien es la cura contra este cáncer. Por lo mismo, debiese ser prioridad en la formación de las personas el que aprendan a escuchar y escucharse bien. Hoy muchos hablan y asumen que escuchan, pero la verdad es que solo oyen. Escuchar es un arte que implica disponer el alma, callar la mente y contemplar al otro con respeto para auscultar qué me quiere decir. Solo así podemos conocerlo, aceptarlo, comprenderlo y llegar a acuerdos que sumen los puntos de vista de ambos y que no eliminen a ninguno. Sin embargo, nadie da lo que no tiene, por lo que el arte de escuchar a otros exige primero el escucharnos a nosotros mismos, reconectarnos con nuestra voz interior y con el amor que nos habita. Solo desde ahí podrán surgir la empatía, la compasión, la confianza y la posibilidad de repararnos como humanidad.