Hasta ahora, la ira de los defensores del cardenal George Pell, investigado por abusos sexuales a niños en su país, se ha dirigido a la judicatura, y más concretamente al tribunal de Victoria que ha llevado su caso. La frustración de la resolución judicial puede virar rápidamente hacia el Vaticano, y ahí es donde pueden generarse más problemas. Para empezar, hay una parte considerable de la opinión católica, que incluye tanto a amigos como a enemigos de Pell, que consideran poco creíbles las denuncias.
Lo que se comenta es que este alto cargo eclesial “quisquilloso”, que es lo que siempre ha sido Pell, inexplicablemente desapareció de la procesión durante una misa dominical en la catedral, cuando estaba rodeado de una masa de asistentes, acólitos y otros miembros del clero, para entrar en una sacristía solo. Ahí, supuestamente descubrió a dos miembros del coro también solos y, sin ser visto por nadie, abusó de ellos. Se dice que lo hizo llevando tanto el cíngulo como el alba, lo que hace difícil imaginar dichos actos… Tal vez todo eso ocurrió realmente. Nunca lo sabremos a ciencia cierta. No obstante, los feligreses conocedores de la dinámica en una catedral abarrotada un domingo dirían que es imposible. Pell tiene ahora unas semanas para decidir si apela a la Corte australiana y nadie sabe qué pasará si decide hacerlo.
Posibilidad de recurrir
El miércoles, cuando se conoció el rechazo a su apelación, el portavoz del Vaticano, Matteo Bruni hizo una declaración diciendo que, aunque la Santa Sede respeta el proceso judicial australiano, también es consciente de que Pell mantiene su inocencia y todavía tiene otra posibilidad de recurrir. Más tarde, Bruni añadió que la Congregación para la Doctrina de la Fe está a la espera de “la conclusión del proceso de apelación” en Australia antes de continuar el el proceso ya abierto.
Supongamos que Pell decide no apelar o que lo hace y el Tribunal le declara culpable. En ese momento, y en lo que concierne a su país, sería considerado definitivamente culpable. En tal situación, la Congregación para la Doctrina de la Fe no tendría otra opción que abordar el caso con un ojo puesto en una posible sanción eclesiástica. El precedente ya se sentó cuando Theodore McCarrick, también acusado de abusos a menores, fue primero expulsado del colegio de cardenales y después del sacerdocio.
Tres consecuencias obvias
La cosa se pone interesante: supongamos que la Congregación para la Doctrina de la Fe autoriza un juicio canónico contra Pell, y al final, la conclusión es que los cargos no se pueden sostener. Entonces, ¿es inocente? Hay, por lo menos, tres consecuencias obvias, ninguna especialmente satisfactorias para el “staff” vaticano:
- Primera: los grupos organizados de supervivientes de abusos denunciarían este veredicto de Doctrina de la Fe como una farsa, otro ejemplo del sistema clerical protegiendo a los suyos. Sin duda, los esfuerzos para acoger a las víctimas y demostrarles que la Iglesia quiere justicia, serían cada vez más ímprobos.
- Segunda: los medios de comunicación se echarían encima del Vaticano y la Iglesia como si fueran una tonelada de ladrillos, haciendo hincapié en las diferencias entre la justicia civil que encuentra a Pell culpable a pesar de su alto estatus y la justicia canónica que, según ellos, se habría doblegado al poder.
- Tercera: se abriría un abismo diplomático con Australia, ya que los políticos y la gente de a pie podrían ver la resolución vaticana como una crítica no demasiado sutil al sistema judicial australiano.
Dado que estas consecuencias son tan previsibles como el amanecer y la puesta del sol, surgen aquí algunas preguntas realmente relevantes: ¿Estaría el Vaticano dispuesto a asumir estas secuelas, si una revisión seria de las pruebas en relación al cardenal Pell sembraran dudas sobre su culpabilidad? ¿Se tomarán en serio los procesos judiciales de la Iglesia, si la percepción es que el Vaticano se mueve más por la presión pública que las exigencias de la justicia auténtica en estos casos?
A simple vista, una salida a este dilema a modo de solución honrosa podría ser que, en lugar de hacerle pasar por un juicio canónico debido a su avanzada edad, se le instara a llevar una vida de oración y penitencia. Tal medida, sin embargo, no satisfaría a nadie: los partidarios de Pell lo verían como un veredicto de culpabilidad bajo una piel de cordero, y sus detractores se preguntarían si el Vaticano es reticente a un juicio cuando los australianos no han tenido ningún problema en llevarlo ante un tribunal.
Mientras esperamos acontecimientos, otra cuestión para pensar: ¿Es posible que por muy desafiante que puede haber sido la resolución del miércoles o por muy compleja que sea el trabajo que le espera al Tribunal Supremo australiano si al final Pell apela, todo eso parecerá un juego de niños comparado con los dolores de cabeza que les espera a los jueces del Vaticano?