Casi tan importante para la democracia como el principio “un hombre, un voto”, es “cada dos personas cualquiera, un diálogo”; o, apuntando a relaciones improbables, el principio “cada dos desconocidos, haya el asombro de una pequeña conversación”. William Kornhauser decía que la nazificación fue posible porque se perdió la masa de afiliaciones cruzadas que hacía que personas de distintas creencias, pertenencias y condiciones compartieran grupos y asociaciones donde convivían y formaban una sociedad cohesionada.
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De modo aún más preocupante, añadiríamos que una democracia en la que no haya una red suficientemente densa de diálogos cruzados, entraña un riesgo grave de sostenibilidad. Sin conversaciones cruzadas entre todos los ciudadanos, las democracias son más vulnerables a la desconfianza antisistema y las políticas del odio.
Desde la razón amada
No solo necesitamos más oportunidades y hábito de diálogo, sino profundizar en la noción de diálogo. El diálogo no puede ser reducido a negociación ni transacción, no es relativización de principios, no pretende anular las diferencias. Es precisa una profundización en nuestra propia idea de diálogo, de modo que no sea un ejercicio de razón abstracta, mecánica, clínica o procedimental, sino que el diálogo sea configurado desde la razón amada, razón cordial o razón del corazón, tal como señala el papa Francisco en la encíclica Dilexit nos, donde la razón emana del centro vital, la palabra originaria, el último fundamento del universo e integra todos los modos de conocimiento humano. La razón siempre es un acto del amor, y el amor es la mayor razón.
El lema de que “no se puede dialogar con todos de todo” se limita a una idea empobrecida del diálogo. Y, sobre todo, olvida que Dios dialoga de todo con todos. Quizás todo deba recomenzar por ese diálogo esencial.