El dilema de Sísifo: reflexiones sobre el suicidio


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“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”, escribió Albert Camus en ‘El mito de Sísifo’, pero lo cierto es que no existe el suicidio filosófico. No conozco ningún ejemplo de alguien que se haya quitado la vida tras una reflexión fría y racional, alegando que no había encontrado ningún motivo para existir.



El pensador rumano Emil M. Cioran dedicó infinidad de páginas al suicidio, describiéndolo como un gesto de lucidez. Elogió a un niño de diez años que se había ahorcado, asegurando que había dejado un mensaje más honesto y profundo que cualquier filósofo. A pesar de estas reflexiones, Cioran vivió hasta los ochenta y cuatro años. En su vejez, el miedo a enfermar le empujó a alimentarse solo con verduras hervidas y, cada vez que sufría un percance de salud –por nimio que fuera–, acudía a toda prisa al centro de salud más cercano, víctima de un ataque de pánico. Finalmente, superados los ochenta años, su mente se adentró en la niebla de Alzheimer. Pasó sus últimos días en una residencia, privado del habla e incapaz de comprender lo que sucedía a su alrededor.

Un suicidio cada dos horas y media

En España se suicidan 3.600 personas al año y más de 8.000 lo intentan. Un suicidio cada dos horas y media, unos diez al día. La cifra de fallecimientos por suicidio duplica la de los muertos por accidente de tráfico, supera en once veces la de los homicidios y en ochenta la de violencia de género. El suicidio es la segunda causa de defunción entre los quince y los veintinueve años. Cerca de mil personas mayores de setenta se quitan la vida cada año, casi siempre varones. El 80% de los suicidios se produce entre la población con ingresos medios o bajos. La Organización Mundial de la Salud ha constatado que 800.000 personas se suicidan cada año.

Son unas cifras sobrecogedoras que acreditan que el suicidio, lejos de ser algo ocasional, constituye una epidemia, un signo de los tiempos que nos ha tocado vivir. Para mí no son simples números, sino un recordatorio muy doloroso, pues mi hermano Juan Luis se suicidó cuando yo tenía veinte años. Juan Luis siempre fue una persona con grandes oscilaciones en sus estados de ánimo. Todo indica que sufría trastorno bipolar. Pocos meses antes de su trágica decisión, se marchó a África con signos graves de desequilibrio y volvió mucho peor. Quizás influyó que contrajo la malaria durante su paso por Guinea Ecuatorial. Se encerró en su casa y cortó los lazos con el exterior. No descolgaba el teléfono, no abría la puerta, apenas salía a la calle, según nos contó el portero.

 Scaled

La muerte más trágica

Se despidió del mundo de noche, dejando una herida que aún no se ha cerrado. No se me ocurre una muerte más trágica que un suicidio. Manuel Bueno, el sacerdote de la novela homónima de Unamuno, comenta acongojado: «Un niño que nace muerto o que se muere recién nacido y un suicidio […] son para mí los más terribles misterios: ¡un niño en cruz!». El suicidio es la estación final de un largo camino de sufrimiento y nunca es un acto libre.

El suicida no pretende huir de la vida, sino del dolor. Juan Luis siempre fue ambivalente en sus afectos, transitando del cariño a la frialdad. A nadie le sorprendió su suicidio. Con el tiempo, dedujimos que su comportamiento obedecía probablemente a una enfermedad mental jamás diagnosticada. El prejuicio que aún acompaña a las patologías psíquicas contribuyó a que mi hermano jamás pidiera ayuda médica. Hoy en día, casi nadie esconde que lucha contra un cáncer, pero solo una minoría se atreve a decir que batalla contra la depresión, la bipolaridad o cualquier trastorno similar.

Un estigma que se cobra vidas

Ese estigma se cobra vidas y está profundamente arraigado en nuestra sociedad. Todos deberíamos contribuir a revertir esta situación. A veces se habla de la agresividad de los enfermos mentales, pero lo cierto es que la incidencia de conductas violentas es cinco veces inferior a la de la población normal. En cambio, las posibilidades de sufrir una agresión se incrementan un 30%. Nunca escuché a mi hermano levantar la voz o pegar un portazo. Sus enfados se expresaban mediante silencios obstinados. O, sencillamente, desaparecía, aislándose de todo.

Yo siempre recordaré la tarde que pasamos juntos en el Parque de Atracciones de Madrid. Nuestro padre había fallecido unos días antes. Juan Luis vino a recogerme a casa. Nos montamos en su Mini-Cooper 1300 de color verde y nos acercamos a la Casa de Campo. Con ocho años, yo llevaba los pies colgando, pero me sentía algo menos desdichado por estar a su lado. Nos subimos a distintas atracciones. Yo era un niño asustadizo y, cuando un pulpo mecánico comenzó a elevar y bajar sus brazos a una velocidad vertiginosa, se apoderó de mí el pánico. Mi hermano me abrazó e inmediatamente me tranquilicé. No sé por qué ese momento se ha quedado grabado en mi memoria con especial nitidez. Quizás porque aplacó mi desamparo. Perder al padre en la niñez provoca una dolorosa sensación de vulnerabilidad.

Qué dice el Catecismo

¿Qué dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre el suicidio? Que “cada cual es responsable de su vida delante de Dios”. Debemos agradecer el don de la vida y conservarla. “Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella”. No me parece especialmente afortunado describir a Dios como “Dueño” de nuestro existir. Creo que es más atinado decir que Dios nos recuerda nuestra responsabilidad hacia nuestra propia vida. Somos dignos de ser amados y el amor no es algo que viene solo de fuera, sino que también debe acontecer en nuestro interior.

Matarse es un acto de odio contra nosotros mismos, una agresión que pisotea nuestra dignidad. Dios nos pide que nos amemos y no nos inflijamos ningún daño. No porque sea el propietario de nuestra vida, sino porque –conviene subrayarlo– es nuestro Padre. ¿Qué padre aceptaría que su hijo se lesionara a sí mismo o se matara? El Catecismo lo explica de una forma nítida y precisa: “El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo”.

Llena de dolor muchas vidas

El que se mata no destruye solo su existencia, sino que deja atrás un dolor inenarrable. El suicidio no se cobra solo una vida. Arrastra a muchas otras. Mi hermano vivía en una calle paralela a la mía. Su portal estaba a la misma altura. En línea recta, una distancia que se recorría en apenas dos minutos, quizás menos. Durante años, di largos rodeos para no pasar por delante e incluso hoy evito el lugar.

El Catecismo no ignora que un suicidio consumado anima a otros a seguir el mismo camino. Por eso afirma que, “si se comete con intención de servir de ejemplo, especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo. La cooperación voluntaria al suicidio es contraria a la ley moral”. A partir de ahí, discrepo con las reflexiones del Catecismo, que afirma: “Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida”. No la disminuyen, la anulan; pues, en esas circunstancias, no hay libertad para elegir.

¿Se puede juzgar moralmente?

La mayoría de los suicidas sufren un trastorno mental. Fue el caso de mi hermano. Los que se matan lo hacen casi siempre incitados por la locura, el miedo al dolor, la pobreza o la soledad. Juzgar moralmente a esos desdichados me parece un gesto de crueldad hondamente anticristiano. Mi discrepancia con el Catecismo se agrava cuando afirma: “No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador”.

Conservo un ejemplar de la revista que publica el Teléfono de la Esperanza. Es un número de los años 70 dedicado al suicidio. En sus páginas, se insiste una y otra vez en que el suicida es un ser humano rebasado por el sufrimiento y que solo cabe abrazarlo, reconfortarlo, ayudarlo y, por supuesto, evitar por cualquier medio que consume el anhelo de acabar con su vida. El Catecismo acierta plenamente cuando afirma: “La cooperación voluntaria al suicidio es contraria a la ley moral”. No se puede respetar una decisión impulsada por un estado de ofuscamiento o por circunstancias particularmente adversas.

La compasión de Dios

En cuanto al juicio de Dios, del Dios cristiano y no de ese ídolo repelente que ha construido el “cristofascismo”, por utilizar una expresión de Dorothee Sölle, solo cabe esperar compasión. Dios jamás rechaza al que sufre. En esos casos, no pide cuentas; acoge y cura las heridas. ¿A quién condenará entonces? A los que no se cansan de vituperar la vida, invitando a otros a dejarla violentamente. El Catecismo finaliza su reflexión sobre el suicidio con una frase esperanzadora: “La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida”. Me parece lo más sensato, lo más humano, lo más justo.

Mi hermano Juan Luis carecía de fe, pero sé que ahora descansa en la paz de Dios. Nadie se suicida lúcida o intencionalmente. El suicida es el viajero asaltado por los ladrones en la parábola del buen samaritano. Lo cristiano es socorrerle, no juzgarlo. Como apuntó Metz, Jesús vino al mundo a quitar cruces, no a levantar otras nuevas. Muchos aún se resisten a comprenderlo.