Hasta que no nos muerde personalmente la muerte de un proyecto, de una relación, de la salud de alguien que amamos, de una ilusión que siempre tuvimos o literalmente la desaparición de un vínculo relevante en nuestra vida, la verdad es que esta experiencia tan humana como radical nos parece un relato ajeno y hasta añoso. Recordamos como fábulas a las abuelas vestidas de riguroso luto, las caras tristes y otros ritos que sociales y religiosos que avisaban que se estaba en un proceso largo, difícil y angustioso.
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La sociedad del rendimiento, del éxito y del pensamiento positivo detesta el sufrimiento y, por lo tanto, ningunea los duelos, los apura, los banaliza y nos quita la profunda oportunidad de crecer, madurar e integrar estas piezas de dolor (inevitables) como regalos de bien y no como un fracaso o maldición de un fracaso personal.
Una herida en el alma
La palabra duelo viene precisamente de doler y es una realidad intrínseca a nuestra existencia. Duele nacer, duele el primer aliento frío en los pulmones, duele crecer, duelen las heridas, duelen las decepciones, duele el que nuestro corazón se rompa en cada desencuentro, pérdida o muerte como un pedazo al que ya no le llega irrigación. Al faltarle sangre y oxígeno, primero se siente una puntada intensa de dolor y luego la muerte misma que produce el deterioro del tejido hasta su descomposición.
Lo mismo sucede con nuestro espíritu cuando debemos atravesar el duelo de algo que está muriendo y que está en vías de desaparición. Puede ser nuestra juventud (con sus capacidades y recursos), nuestro estatus social, nuestra relación matrimonial, nuestra forma de entender el mundo, nuestro padre o madre en la actualidad, nuestro trabajo, nuestro país… Por lo mismo, finalmente el dolor estará dado por cuánto nos demoremos en aceptar que lo que fuera que amábamos o valorábamos ya no está más y no volverá.
Lo que se acepta duele menos
Como todo dolor, el proceso de duelo parte con una etapa de negación, luego de rabia, seguido por la tristeza para pasar, si es bien trabajada, a una tenue aceptación sin culpas y gratitud de lo que sí hubo y sí se recibió. Mientras más nos quedemos pegados en las etapas, más nos demoraremos en hacer el duelo, pero tampoco se trata de saltárselas ni apurarlas, como muchas veces presiona la sociedad existista en la que vivimos.
Cada ser humano es muy complejo y tendrá sus tiempos particulares que habrá que respetar y acompañar. Solo como una referencia la pérdida de una relación o un vínculo significativo, en la antigüedad, obligaba a vestir de negro por al menos un año. Ese lapsus de tiempo nos muestra con sabiduría lo que solemos demorarnos las personas en armar costra y cicatriz en una herida profunda de nuestro corazón.
Duelo no es depresión
Perder a alguien o saber que un estado o proyecto que valorábamos ya no estará más, produce un forado en el corazón porque son demasiados los vínculos que nos unían con esa realidad. Por lo mismo, ir “cauterizando” cada hilo es un trabajo meticuloso, doloroso y angustioso que nos tiene imbuidos en pinchazos de tristeza recurrentes, pero no necesariamente una depresión. La pena es parte de la vida y atravesar por ella es el proceso que permite hacerle espacio a la nueva realidad que hay que integrar.
Son las lágrimas, el silencio y el invierno emocional lo que va lavando la herida y dejando que nueva vida comience a germinar. Un ejemplo nos puede ayudar. Supongamos que nuestro padre ha tenido un accidente vascular y ha quedado como un niño en vez de aquel gran señor que nos protegía y daba sabiduría familiar. Hay un cambio brutal de su estado y ya no es quien era y nunca volverá a serlo. Sus conversaciones, rutinas, amigos, comidas, trabajo, aportes, sus gestos y abrazos habrá que ir entregándolos y llorándolos en cada oportunidad, hasta que aceptemos que nuestro papá quedó en los recuerdos y que la persona que tenemos al frente es nueva y que de ella tenemos mucho que aprender y dar, pero de una forma muy diferente a la habitual.
Dolerá un poco menos
Esto no sucede de un día para otro y muchas veces necesitaremos ayuda de alguien más para transitar por este valle de lágrimas. Un día, sin percatarnos, la cicatriz dolerá un poco menos y podremos seguir adelante con el dolor, pero sin que nos inhabilite para vivir con alegría y paz.
Muchas veces, cuando perdemos a alguien o algo que atesoramos nos solemos culpar, entrampando el proceso natural de aceptación. Estos son los duelos no resueltos o los mal vividos que pueden durar por años. La culpa sana es la que nos invita a reparar un vínculo que hemos roto por acción u omisión; sin embargo, la culpa que se remite a nosotros mismos (y no a la relación) es una voz tóxica que debemos erradicar con firmeza. Esta voz distorsiona la realidad, nos lleva a la soledad angustiosa y sí podría llevarnos a una depresión y autodestrucción. Para discernir con claridad y justicia las razones de las pérdidas o muertes que experimentamos, será oportuno la ayuda de otros especialistas que puedan aportar objetividad y buen juicio a la situación.
Los frutos de un duelo
Los duelos en la vida humana son inevitables y, por lo mismo, vivirlos bien no es masoquismo, sino la vida misma que se encarga de bendecirnos en medio de la muerte con regalos inesperados que jamás pensamos recibir. Es en las pequeñas o grandes pérdidas cuando reconocemos a los amigos de verdad, cuando hacemos conscientes recursos propios que no sabíamos que teníamos, cuando surgen nuevas relaciones que llenan de esperanza y vitalidad, cuando constatas que la vida continúa y que eres más fuerte de lo que pensaste, cuando recibes amor a caudales que te abraza en tu fragilidad, cuando el Espíritu Santo te toma para fortalecer y consolar, cuando Dios mismo se encarna para decirte que siempre la vida triunfa y que la muerte jamás vencerá. En definitiva, después del duelo, ves que al perder a alguien o algo eres más libre para amar y servir al Señor en paz.