La palabra de Dios se recibe con todos los sentidos, especialmente cuando se escucha y se comparte pronunciándola. Es una realidad, muchos viven sin escuchar lo maravilloso que nos comparte la buena noticia, el evangelio.
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Sus oídos siguen sordos y bloqueados por muchas razones y justificaciones, a veces por falta de interés o simplemente por puro gusto. Tal vez sea por la rebeldía natural con la que hemos nacido y me refiero a confrontar a Dios.
Sordos a sus palabras, a sus enseñanzas, seres humanos que por decisión ignoran, evitan, omiten, lo que el Hijo de Dios trajo como un verdadero tesoro en cuanto al amor fraterno de Nuestro Padre Celestial. Sin oídos para dejar entrar la palabra al corazón, pues es ahí donde hace eco.
Sordera y mudez espiritual
Sordos para escuchar la voz de un hombre sencillo que busca transformar la vida de la humanidad para tener una relación más concreta con nuestro Creador. Mudos porque una vez que la enseñanza llega a nuestras vidas, callamos, silenciamos y dejamos de pronunciar palabras para comunicar.
Nos cuesta mucho compartir las buenas noticias, pero cuando se trata de noticias negativas o destructivas, fluyen como ríos caudalosos; sin embargo, las buenas nuevas se acallan en el silencio de nuestras bocas, silencio sepulcral, ese que enmudece al mensaje.
Creyentes mudos que no comparten la esperanza, silenciados, tibios, guardando el conocimiento. En nuestro tiempo se ha normalizado la sordera y la mudez espiritual, dicen que es mejor callar y no escuchar, seguro que sus razones tendrán.
Nos impregna y nos transforma
Vivir la buena nueva, confiar en las promesas, compartir y vivir en la confianza de un amor único, especial y grande como es el amor de Dios, no es tarea fácil, ni mucho menos para todos (dicho sea de paso, el mensaje es para todos) en realidad se requiere fortaleza, entrega, valentía para no quedarse en silencio y por supuesto, para escucharlo.
El mensaje entra por el alma. Se trata de una tarea titánica en nuestro mundo que parece sordo ante los gritos de los sufrientes y mudo a la hora de gritar la buena noticia de Dios. Escucha y palabra, silencio y sonido, dentro y fuera, el mensaje fluye en nosotros, el evangelio nos impregna y nos transforma cuando lo escuchamos y lo compartimos.
Es la acción de la palabra la que nos mueve, la que nos inspira a salir de nuestra conformidad a mirar con misericordia a los necesitados y hacer algo por ellos, acciones hay muchas, pero nuestro silencio y falta de escucha nos han llevado a encerrarnos en nuestros criterios y puntos de vista, donde impera el egoísmo y la falta de amor al prójimo, esta postura nos ha llevado a alejarnos como hermanos.
Jesús fue muy puntual en este tema: Como yo los he amado ámense. Nunca han sido nuestros enemigos quienes cruzan fronteras, ni los que arriesgan sus vidas en mar abierto, no son extraños ¡Son nuestros hermanos! Nuestros hermanos están sufriendo y muchos seguimos callados sin escuchar sus gritos de dolor. “Las lágrimas son la sangre del alma” (San Agustín).